Diez días en un manicomio

Diez días en un manicomio

Nellie Bly

  • ISBN: 978-1-961368-23-1
  • Impreso en: 1887
  • Fecha de publicación: 2025

Diez días en un manicomio

Nellie Bly

Por Mikita Brottman

En 1887, por encargo del periódico New York World de Joseph Pulitzer, la periodista Nellie Bly se hizo pasar por una “persona loca” a fin de ser admitida en el Manicomio para Mujeres de Blackwell’s Island. Considerada desde la perspectiva de hoy, esta podría entenderse como una maniobra pionera del periodismo investigativo, a pesar de que sus métodos fueron, sin lugar a duda, personales e idiosincráticos. En su época, fue vista como una “hazaña” y se anunció con bombo y platillo en titulares sensacionalistas (“Finge demencia para revelar los horrores del pabellón psiquiátrico”).

Nellie Bly, nacida Elizabeth Jane Cochran en 1864, comenzó su vida con cierto privilegio, pero tras la muerte de su padre, a sus seis años, la familia empezó a tener dificultades económicas. El segundo matrimonio de su madre terminó en divorcio cuando el marido se volvió abusivo, y Nellie se vio obligada a abandonar un programa de educación para maestras a fin de ayudar a su madre a dirigir un internado. A pesar de un comienzo tan poco auspicioso, Bly se convirtió en la mujer periodista más famosa de su época, conocida por sus osados reportajes encubiertos (incluidos, además de su estancia en Blackwell’s Island, periodos en las cárceles de mujeres y maquiladoras). Pero el World era un periódico sensacionalista; a pesar de que sobrepasaba los veinte años, describían a Nellie como “la chica corresponsal del New York World”. En lugar de ser presentadas como revelaciones serias y de gran alcance, sus investigaciones fueron minimizadas como acrobacias atrevidas y vistosas. “La fama no aumenta el peculiar respeto que los hombres profesan a la excelencia femenina”, escribió Nathaniel Hawthorne en una diatriba de 1830 contra las “amazonas manchadas de tinta” como Bly. Hawthorne creía que había “una especie de impropiedad en la exhibición de la mente de la mujer a la mirada del mundo, con indicaciones por las que se pueden escudriñar sus secretos más íntimos”.

Originalmente publicado como una serie de artículos ilustrados en el World, Diez días en un manicomio resulta, desde el punto de vista estilístico, fluido y accesible: se puede leer de una sola sentada. A veces llega a ser incluso humorístico, como cuando Nellie describe la forma en que practica sus expresiones de “loca” frente al espejo. Pero muy pronto se torna oscuro. 

A Bly le resultó extraordinariamente fácil convencer a las autoridades de que estaba enferma de gravedad. Se alojó en una pensión barata para mujeres, donde sus compañeras no parecían muy motivadas a atender la crisis de una desconocida. Primero actuó de forma paranoica, acusando a las demás de querer asesinarla. Luego, cuando la llevaron al tribunal para determinar qué debía hacerse con ella, fingió amnesia. La mayoría de los médicos que la “examinaron” la declararon demente sin miramientos. Uno la describió como “demente sin lugar a duda” y otro la llamó “un caso perdido”. Una vez en Blackwell's Island dejó de fingir locura, pero ya era demasiado tarde: Nellie había cruzado la frontera hacia el sombrío mundo de las dementes.

Resulta inquietante su descubrimiento de que muchas de las otras internas estaban tan cuerdas como ella. Muchas habían sido expulsadas a Blackwell’s Island por transgresiones sociales más que psicológicas, como no hablar inglés, tener amantes, estar debilitadas por el trabajo o por enfermedades físicas, o simplemente por no tener a nadie en el mundo. También resultó evidente que muchas de las mujeres que se comportaban como si estuvieran “locas” bien pudieron haber sido más que razonables al llegar al manicomio, pero enloquecieron tras años de inenarrables tormentos. Si Bly no hubiera tenido abogados y defensores en el exterior para conseguir su liberación, aquel pudo haber sido su destino.

Sus diez días fueron tortuosos. Un frío constante y terrible, ratas y cucarachas en los dormitorios, alimentos insuficientes e incomibles, palizas y humillaciones por parte de las enfermeras. No había “tratamiento” de ningún tipo, salvo los obligados baños de agua fría y sucia. Se abusaba de las mujeres y se las castigaba por tratar de llamar la atención de los médicos cuando estos visitaban los pabellones. A las que declaraban como “casos peligrosos” las amarraban entre sí con una cuerda, como reos encadenados. Lo peor de todo, en la experiencia de Nellie, fue el infierno de pasar todo el día sentada en bancas duras y sin respaldo, sin que se le permitiera moverse y sin nada que hacer —ni siquiera la posibilidad de la lectura o la costura—.

Quizás la imagen más devastadora que describe es la de las mujeres que miraban por las ventanas del manicomio. “Desde las salas superiores se obtenía una buena vista de Nueva York y los barcos que pasaban”. Se imagina cómo se debe sentir mirar las “luces de la ciudad titilar” a sabiendas de que una no cuenta con nadie para obtener su liberación. Todas las mujeres del manicomio tuvieron familia alguna vez, especula. ¿Sin duda sabían lo que era ser amadas? Algunas de sus compañeras de reclusión se engañan a sí mismas pensando que hay personas que se preocupan por ellas y que algún día llegarán para llevárselas a casa. Otras son capaces de enfrentar la realidad: se han olvidado de ellas. 

En 1973, el psicólogo David Rosenhan emprendió una versión “legítima” y “científica” del experimento de Bly reclutando a participantes (incluido él mismo) para fingir locura a fin de hacerse admitir en varias instituciones psiquiátricas. A pesar de que, desde entonces, se han cuestionado los resultados del estudio de Rosenhan, “Sobre estar cuerdo en lugares locos”, queda claro que, incluso cien años después de las revelaciones de Bly, el diagnóstico de “demencia” sigue siendo enteramente subjetivo. Estas experiencias paralelas sugieren que cualquiera podría enfrentar el destino de las compañeras de unidad de Bly, Tillie Mayard o Louise Schanz, “relegadas al manicomio sin la posibilidad de hacerse entender”.

Quizás más aterradora sea una pregunta relacionada: ¿podría convertirse alguna de nosotras, como las asistentes del manicomio en este libro, en alguien que se divierte con los actos cotidianos de crueldad hacia sus semejantes? Bly no escatima desprecio por miembros del personal como la señora Grady o la señora Grupe, desplegando su característico humor mordaz para ilustrar el modo en que el entorno permite la proliferación del abuso. La situación en Blackwell encuentra un eco en estudios posteriores sobre cómo los roles institucionales les dan forma a tales dinámicas, como en el caso del tristemente célebre Experimento Penitenciario de Stanford de 1971. El sadismo no es un rasgo de los individuos perversos, sino algo situacional y común a la humanidad. 

Lo que hace tolerable la vida en Blackwell’s Island es otro elemento común de la condición humana: la amabilidad de las mujeres. Las internas se cuidan mutuamente, comparten comida, se cantan las unas a las otras, se cuentan historias e incluso —a veces— se curan y cuidan entre sí. Uno de los elementos más significativos y conmovedores del relato de Bly, aun hoy, es su descripción de cómo se pone del lado de las internas. A pesar de haber llegado ahí bajo falsas pretensiones, ella, como las demás, sabe lo que significa ser una mujer en una sociedad patriarcal y ser constantemente despreciada, ignorada y tildada de loca.

Diez días en un manicomio es, de manera esencial, parte de una tradición de mujeres que escriben sobre sus perturbadoras experiencias en instituciones psiquiátricas. Ejemplos más recientes incluyen El pozo de las serpientes (1946), de Jane Ward; Rostros en el agua (1961), de Janet Frame; Nunca te prometí un jardín de rosas (1964), de Joanne Greenberg; W-3 (1974), de Bette Howland, y el mejor conocido de todos, La campana de cristal (1961), de Sylvia Plath. Una puede argumentar que las narrativas posteriores difieren de la de Bly en que sus narradoras-protagonistas fueron institucionalizadas “legítimamente”, debido a experiencias incapacitantes y a veces peligrosas de enfermedad mental. Pero cada una de estas mujeres logra escribir con elocuencia y con un alto grado de autoconsciencia sobre su situación, si bien todas ellas, como Bly, escriben después de ser liberadas. (Escribir en el hospital es considerado, por lo general, como un comportamiento nocivo, obsesivo o, incluso, “patológico”). Esto, claro, nos lleva a la pregunta central de todos estos libros: ¿qué significa para una mujer ser declarada “loca”?

Cuando apareció en 1887, se promocionó Diez días en un manicomio como “el libro que cambió para siempre la forma en que el mundo entiende el tratamiento y el alojamiento de las personas dementes”. En gran parte gracias al mérito de Bly, el libro desató la investigación del manicomio por parte de un Gran Jurado, y la concesión de un mayor financiamiento precipitó mejoras en el cuidado de las pacientes. Pero poco después, el libro de Bly, al igual que las mujeres de Blackwell’s Island, se deslizó más allá de las fronteras de la conciencia pública, marginado, olvidado y solo.

Bly escribió su relato para un periódico, para ser leído por un público amplio y no por una audiencia versada en periodismo o psicología. Por lo tanto, es justo que esta nueva edición se encuentre en internet de manera gratuita, para que cualquiera pueda leerla, lejos del contexto minimizador de la “célebre hazaña”. También resulta apropiado que Diez días en un manicomio aparezca en un catálogo que incluye “El tapiz amarillo”, de Charlotte Perkins Gilman, que se sumerge en la interioridad de una mujer (si bien de una clase social distinta de las de aquellas que Bly conoce en el manicomio) que sufre de un agudo desequilibrio psicológico. Al situar el relato en este nuevo contexto, se le permite al público contemporáneo, por fin, comprender y apreciar la naturaleza radical y reveladora del experimento de Bly, así como de la historia que nos cuenta.


Capítulo I: Una misión delicada

El 22 de septiembre, el World me preguntó si podía hacer que me internaran en uno de los asilos para alienadas de Nueva York, con vistas a escribir un recuento directo y sin adornos del trato a las pacientes en dichos lugares y de su administración, etcétera. ¿Me creía capaz de pasar por semejante prueba, como la que exigía la misión? ¿Podría asumir las características de la locura a un nivel tal que pasara inadvertida por los doctores y vivir una semana entre las internas sin que las autoridades del lugar descubrieran que yo era sólo un “zagal entre ellos tomando notas”? Dije que creía poder hacerlo. Tenía cierta fe en mi propia habilidad como actriz y pensé que podía asumir la locura el tiempo suficiente para cumplir cualquier misión que me fuese encomendada. ¿Podría pasar una semana en el pabellón para dementes de Blackwell’s Island? Dije que podría y que lo haría. Y lo hice. 

Mis instrucciones eran, sin más, ponerme manos a la obra tan pronto como me sintiera preparada. Debía hacer una crónica fiel de las experiencias que ahí sufriese y, una vez que estuviera entre los muros del manicomio, descubrir y describir sus mecanismos internos, que están siempre tan bien ocultos del ojo público por enfermeras de capas blancas, así como por trancas y cerrojos. –No te pedimos que vayas con el propósito de hacer revelaciones sensacionalistas. Escribe sobre las cosas tal y como las encuentres, buenas o malas; reparte halagos o culpas según tu criterio y di la verdad en todo momento. Pero temo por esa sonrisa crónica que tienes –me dijo el editor. 

–No seguiré sonriendo –respondí y me apresté a ejecutar mi delicada y, como descubrí después, difícil misión.

Si lograba entrar al manicomio, lo cual ansiaba en gran medida, no esperaba que mis experiencias contaran más que un simple relato de la vida en un manicomio. Que dicha institución pudiera ser mal administrada y que pudieran existir crueldades bajo su techo, no era algo que creyese posible. Siempre tuve el deseo de conocer la vida del manicomio en mayor profundidad –un deseo de convencerme de que las criaturas más desprotegidas de Dios, las locas, recibían un trato amable y adecuado–. Las muchas historias que había leído acerca de los abusos en dichas instituciones, creía que debían ser simples exageraciones o fábulas; sin embargo, existía un deseo latente de saberlo con certeza. 

Me estremecía al pensar en cuán sometidas estaban las enajenadas bajo el poder de sus custodios y en cómo una podía llorar y rogar por su liberación, todo sin ningún resultado, si así lo determinaban ellos. Acepté con entusiasmo la misión de aprender los mecanismos internos del manicomio de Blackwell’s Island.

–¿Cómo van a sacarme de ahí una vez que entre? –le pregunté a mi editor.

–No lo sé –me respondió–, pero te sacaremos aun si tenemos que decirles quién eres y por qué motivo fingiste demencia; tú sólo entra.

Tenía escasa confianza en mi capacidad para engañar a los expertos en locura, y creo que mi editor tenía aún menos. 

A mí sola me correspondieron las preparaciones preliminares de mi calvario. Sólo se decidió una cosa de antemano: que debía ocultarme bajo el seudónimo de Nellie Brown, cuyas iniciales coincidían con las de mi propio nombre y con el monograma de mis sábanas, para que no hubiera problema en seguir el rastro de mis movimientos y asistirme en cualquier dificultad o peligro en que pudiera verme envuelta. Había formas de ingresar al pabellón para dementes, pero yo no las conocía. Podía seguir uno de dos caminos. O bien, fingía demencia en casa de ciertos amigos y me hacía ingresar voluntariamente con el acuerdo de dos médicos competentes, o podía llegar a mi destino por vía de las cortes judiciales.

Nellie practica la demencia en casa

Tras reflexionar, creí más prudente no incordiar a mis amigos ni conseguir que ningún médico bondadoso me ayudara en mi propósito. Además, para ayudarme a llegar a Blackwell’s Island, mis amigos habrían tenido que fingir pobreza y, por desgracia, para el fin que perseguía, mi relación con los desventurados, excepto conmigo misma, era muy superficial. Así, decidí el plan que me llevó a cumplir con éxito mi misión. Conseguí que me internaran en el pabellón de dementes de Blackwell's Island, donde pasé diez días y diez noches y viví una experiencia que nunca olvidaré. Asumí el papel de una pobre y desafortunada loca, y sentí que era mi deber no eludir ninguno de los resultados desagradables que surgieran. Me convertí en una de las locas de la ciudad durante ese tiempo, tuve muchas experiencias y vi y oí más acerca del tratamiento concedido a esta clase indefensa de nuestra población, y cuando había visto y oído lo suficiente, mi liberación fue rápidamente asegurada. Abandoné el manicomio con placer y pesar: placer por poder disfrutar de la vida una vez más, y pesar por no poder llevar conmigo a algunas de las desventuradas mujeres que vivieron y sufrieron a mi lado, quienes, estoy convencida, están tan cuerdas como yo misma lo estaba y lo sigo estando.

Llegado a este punto, permítanme decir algo: desde el momento en que entré en el pabellón para alienadas de la isla, no hice ningún esfuerzo por mantenerme en el asumido papel de la demente. Hablé y actué justo como lo hago en la vida cotidiana. Sin embargo, es extraño decirlo, cuanto más hablaba y actuaba con cordura, más loca me creían todos, excepto uno de los médicos, cuya amabilidad y suaves maneras recordaré por largo tiempo.


Capítulo II: La preparación para la prueba

Pero volvamos a mi trabajo y a mi misión. Después de recibir mis instrucciones, regresé a mi pensión y, al caer la noche, empecé a practicar el papel en el que debutaría al día siguiente. Qué difícil tarea, pensé, aparecer ante una multitud y convencerla de que estaba loca. Nunca en mi vida había estado cerca de enajenadas y no tenía la menor idea de cómo se comportaban. Encima, sería examinada por varios doctos médicos que hacían de la locura su especialidad y que todos los días tenían contacto con dementes. ¿Cómo esperaba pasar ante estos doctores y convencerlos de que estaba loca? Temía no poder engañarlos. Empecé a pensar que mi tarea estaba condenada al fracaso, pero había que realizarla. Así que me precipité hasta el espejo y me examiné la cara. Recordé todo lo que había leído sobre los comportamientos de las personas dementes; de cómo, antes que nada, deben tener los ojos desorbitados, así que abrí los míos lo más posible y miré fijamente mi reflejo sin parpadear. Les aseguro que la visión no era tranquilizadora, ni siquiera para mí misma, en especial a altas horas de la noche. Traté de intensificar la llama de la lámpara con la esperanza de que aumentara mi valor. Sólo tuve un éxito parcial, pero me consolé con la idea de que dentro de unas pocas noches ya no estaría allí, sino encerrada en una celda con un montón de lunáticas.

No hacía demasiado frío; sin embargo, cuando pensaba en lo que me esperaba, un escalofrío invernal me recorría la espalda, como burlándose del sudor que, lenta pero indefectiblemente, me iba alisando el flequillo. En los tiempos muertos, mientras practicaba frente al espejo e imaginaba mi futuro como lunática, leía fragmentos de cuentos de fantasmas improbables e imposibles, y así, cuando llegó el alba a ahuyentar la noche, me encontró en un estado de ánimo propicio para mi misión, pero lo bastante hambrienta como para sentir claramente que quería mi desayuno. Con parsimonia y tristeza, tomé mi baño matutino y me despedí en silencio de algunos de los artículos más preciados para la civilización moderna. Aparté con ternura mi cepillo de dientes y, al darme la última frotada con el jabón, murmuré: “Puede ser por unos días, o puede ser por más tiempo”. Después me puse la ropa vieja que había seleccionado para la ocasión. Estaba de un humor que me hacía ver todo como a través de un cristal muy serio. No está de más echar una última “mirada cariñosa”, reflexioné, porque ¿quién podría asegurar que la tensión de fingir demencia y estar encerrada con un grupo de personas locas no acabaría por desquiciarme de verdad, de forma irreversible? Aunque ni una sola vez pensé en eludir mi misión. Con una calma, al menos externa, partí a mi enloquecida encomienda.

Al principio, pensé que lo mejor sería ir a una pensión y, tras asegurarme alojamiento, decirle en confidencia a la casera, o al señor, según fuera el caso, que estaba buscando trabajo para, a los pocos días, fingir que enloquecía. Al sopesar la idea, temí que tardase demasiado en rendir frutos. Se me ocurrió de pronto que sería mucho más sencillo ir a una pensión para mujeres trabajadoras. Supe que, ya que una casa llena de mujeres me creyera loca, no cejarían hasta verme lejos de ellas y en un lugar seguro.

Seleccioné en el directorio el Hogar Temporal para Mujeres, en el número 84 de la Segunda Avenida. Al caminar por la avenida, decidí que, una vez dentro del Hogar, haría lo posible por iniciar mi travesía hacia Blackwell’s Island y al manicomio.


Capítulo III: En el hogar temporal

Me dispuse a empezar mi carrera como Nellie Brown, la chica loca. Al avanzar por la avenida intenté asumir el aspecto que lucen las doncellas en los cuadros titulados “Soñadora”. Las expresiones “distantes” tienen un aire de locura. Pasé por el pequeño patio de cemento hasta la entrada del Hogar. Tiré de la campanilla, que hizo un sonido tan fuerte como el badajo de una iglesia, y esperé con ansias a que se abriera la puerta del Hogar que, según era mi intención, me arrojaría en breve a la caridad de la policía. La puerta retrocedió con brusquedad, y ante mí apareció una chica bajita, rubia, con no más de trece primaveras a cuestas.

–¿Se encuentra la matrona? –pregunté en voz baja. 

–Sí está; se encuentra ocupada. Pase al salón del fondo –respondió la chica en voz alta, sin que su rostro, de una peculiar madurez, se modificara un ápice.

Seguí las instrucciones, no muy amables ni corteses, y me vi en un salón incómodo y oscuro. Ahí esperé la llegada de mi anfitriona. Había estado sentada al menos unos veinte minutos cuando entró una mujer esbelta, enfundada en un austero vestido oscuro y, deteniéndose ante mí, espetó en tono inquisitivo: 

–¿Y bien?

–¿Es usted la matrona? –pregunté. 

–No –respondió ella–, la matrona está enferma; soy su asistente. ¿Qué desea?

–Quisiera quedarme aquí unos cuantos días, si pueden recibirme.

–Bueno, no tengo habitaciones sencillas, estamos rebasadas; pero si está dispuesta a ocupar una habitación con otra chica, es todo lo que puedo hacer por usted.

–Eso me haría muy feliz –contesté–. ¿Cuánto cobran? 

Había llevado conmigo tan solo unos setenta centavos, a sabiendas de que, cuanto antes se agotaran mis fondos, tanto más pronto me echarían, y que me echaran era lo que buscaba.

–Cobramos treinta centavos la noche –fue su respuesta.

Con eso, le pagué el alojamiento de una noche y ella me dejó con el pretexto de tener otras ocupaciones. Abandonada a mis propios medios de entretenimiento, inspeccioné mis alrededores.

No eran alegres, por decir lo menos. Un armario, un escritorio, un librero, un órgano y varias sillas conformaban el mobiliario de la estancia, en la que apenas entraba la luz del día. 

Para cuando me había familiarizado con mis aposentos, empezó a repicar en el sótano una campana que rivalizaba con la de la entrada en cuanto a volumen, a la vez que varias mujeres descendían en tropel las escaleras desde diversos puntos de la casa. Imaginé, por los signos evidentes, que se había servido la comida, pero, como nadie me dijo nada, no hice ningún esfuerzo por sumarme al tren de las hambrientas. Sin embargo, sí que esperaba que alguien me invitase a bajar. Siempre produce un sentimiento de añoranza y soledad el saber que otros están comiendo cuando una no tiene ocasión de hacerlo, incluso sin tener hambre. Me alegró que la asistente de la matrona viniera hasta mí y me preguntara si no quería algo de comer. Le respondí que sí y luego le pregunté cómo se llamaba. Señora Stanard, dijo, y de inmediato lo apunté en un cuaderno que había llevado conmigo para tomar notas y en el que había escrito varias páginas de absoluto sinsentido para los inquisitivos científicos.

Así equipada, esperé algún acontecimiento. Pero en cuanto a mi comida… bueno, seguí a la señora Stanard por las escaleras sin alfombrar que descendían hasta el sótano, donde un gran número de mujeres estaba ya comiendo. La mujer me encontró lugar en una mesa junto a otras tres. La criada de pelo corto que me había abierto la puerta actuaba ahora de camarera. Con los brazos en la cintura y mirándome fijamente, dijo: 

–¿Carne de cordero hervida, carne de res hervida, frijoles, papas, café o té?

–Res, papas, café y pan –respondí. 

–El pan va incluido –explicó, y se dirigió hacia la cocina, que estaba en la parte trasera. No había pasado mucho tiempo cuando volvió con lo que había pedido en una bandeja grande y muy golpeada, que azotó con brusquedad ante mí. Comencé mi simple comida. No era muy apetecible, así que mientras fingía comer observaba a las demás. 

¡A menudo he moralizado sobre la forma repulsiva que suele asumir la caridad! He aquí un hogar para mujeres merecedoras y, sin embargo, cuánta farsa contenía aquel nombre. El suelo estaba desnudo, y las pequeñas mesas de madera ignoraban de manera sublime los ornatos modernos, como el barniz, el esmalte y los manteles. Es inútil hablar de la baratura del lino y de sus efectos civilizatorios. Sin embargo, estas honestas trabajadoras, las más necesitadas de las mujeres, se ven obligadas a llamar “hogar” a aquel espacio desolado.

Al terminar su comida, cada mujer se dirigía al escritorio de la esquina, donde la señora Stanard esperaba sentada, y le pagaba su cuenta. Aquel ejemplar único de humanidad que era mi mesera me tendió un recibo rojo, muy arrugado y maltratado. Mi cuenta era de unos treinta centavos.

Después de la comida, subí al piso superior y retomé mi lugar en el salón del fondo. Tenía frío y estaba bastante incómoda; además, ya me había convencido de que no aguantaría aquel asunto por mucho tiempo, de modo que, cuanto antes asumiera mi demencia, más pronto me libraría de aquel ocio obligatorio. ¡Ay! En verdad que aquel fue el día más largo de mi vida. Observé con desgana a las mujeres del salón delantero, donde estaban sentadas todas, salvo yo. 

Una no hacía sino leer, rascarse la cabeza y, cada tanto, decir suavemente “Georgie”, sin levantar la mirada de su libro. “Georgie” era su hijo hiperactivo, más bullicioso que ningún otro niño que hubiera visto antes. Él hacía todo aquello que fuera grosero y falto de modales, pensé, y la madre no decía nada a menos que oyera a alguien más gritarle al niño. Otra mujer se quedaba dormida una y otra vez, y se despertaba a sí misma con sus ronquidos. En verdad, me sentí muy agradecida de que sólo se despertara a sí misma. La mayoría de las mujeres estaban ahí sentadas sin hacer nada, aunque había unas cuantas que hacían encajes y tejían sin pausa. La campana gigante parecía activarse todo el tiempo, al igual que la chica de pelo corto. Esta última era, además, una de esas chicas que cantan sin cesar fragmentos de todas las canciones e himnos que se han compuesto en los últimos cincuenta años. Sí que existe el martirio en nuestros días. El sonido de la campana traía a más personas que buscaban refugio aquella noche. Salvo por una mujer, que era del campo y había venido a la ciudad en una expedición de compras, todas eran mujeres trabajadoras, algunas de ellas con críos.

Cuando se acercaba la noche, la señora Stanard se acercó a mí y me dijo:

–¿Qué te pasa? ¿Tienes alguna pena o algún lío?

–No –dije casi atónita ante la pregunta–. ¿Por qué?

–Oh, porque –comenzó, con aire femenino– puedo verlo en tu rostro. Cuenta una historia de gran tormento.

–Sí, todo es muy triste –dije yo, con un tono dubitativo que pretendía reflejar mi locura.

–No debes permitir que ello te preocupe. Todos tenemos nuestros problemas, pero los superamos en buena hora. ¿Qué tipo de trabajo buscas?

–No lo sé, todo es tan triste –respondí.

–¿Te gustaría ser enfermera de niños y llevar una linda cofia y una bata? –me preguntó. 

Me llevé el pañuelo a la cara para esconder una sonrisa y contesté con un tono apagado: –Nunca he trabajado, no sé cómo hacerlo.

–Pero debes aprender –me urgió–, todas estas mujeres trabajan.

–¿De verdad? –dije con un susurro bajo y estremecedor–. Pues a mí me parecen horribles, como mujeres locas. Les tengo mucho miedo.

–No tienen muy buen aspecto –contestó, asintiendo–, pero son buenas mujeres, honestas y trabajadoras. Aquí no recibimos a gente loca.

De nuevo escondí mi sonrisa con el pañuelo, pues pensé que antes de que amaneciera se daría cuenta de que al menos tenía a una persona loca entre su rebaño.

–Todas parecen locas –afirmé de nuevo– y les tengo miedo. Hay tanta gente loca por ahí, y una nunca sabe qué pueden llegar a hacer. Se cometen tantos asesinatos, y la policía nunca atrapa a los asesinos –terminé con un sollozo que habría quebrado a una audiencia de críticos desencantados. 

Ella dio un respingo convulso y repentino, y supe que mi primer tiro había dado en el blanco. Fue divertido ver lo poco que tardó en levantarse de su silla y murmurar apresuradamente: 

–Volveré a hablar con usted más tarde. Yo sabía que no volvería, y no lo hizo.

Cuando sonó la campana de la cena, bajé con las demás al sótano y participé en la comida de la noche, que era similar a la del mediodía, salvo que era más barata y había más gente; porque las mujeres que pasaban el día trabajando estaban de vuelta. Después de la cena, nos retiramos a los salones, donde todas se sentaron o permanecieron de pie, ya que no había suficientes sillas disponibles. 

Fue una noche terriblemente solitaria, y la luz que caía de la única lámpara de gas del salón y de la lámpara de aceite del pasillo ayudaba a envolvernos en una penumbra y a teñir nuestros espíritus de un tono azul marino, pero sentí que no necesitaría muchas inmersiones en aquella atmósfera para llegar a merecer el lugar que aspiraba.

Observé a dos mujeres que, entre todas, parecían las más sociables, y las elegí para que fueran las responsables de mi salvación o, hablando con más precisión, de mi condena y mi sentencia. Disculpándome con la explicación de que me sentía sola, pregunté si podía unirme a su compañía. Aceptaron con generosidad, así que, con mi sombrero y mis guantes puestos, que nadie me había pedido que me quitara, me senté a escuchar la conversación, bastante aburrida, en la que no participé, limitándome a mantener mi aspecto triste y a responder a sus observaciones con un “Sí” o “No” o “No sabría decir”. Varias veces les dije que creía que todas las mujeres de la casa parecían locas, pero ellas se tardaron en captar mi muy original comentario. Una dijo que se llamaba señora King y que era sureña. Añadió luego que yo tenía acento sureño y me preguntó con brusquedad si no venía, en realidad, del sur. Dije “Sí”. La otra mujer se puso a hablar sobre los barcos que iban a Boston y me preguntó si yo sabía a qué hora zarpaban. 

Por un momento, olvidé mi papel de locura asumida y le dije la hora correcta en que partía el barco. Luego me preguntó qué tipo de trabajo pensaba hacer, o si alguna vez había trabajado en algo. Le contesté que me parecía muy triste que hubiera tanta gente trabajadora en el mundo. Ella dijo, a modo de respuesta, que había tenido mala suerte al venir a Nueva York, donde había trabajado corrigiendo pruebas para un diccionario médico durante un tiempo, pero que su salud se había deteriorado con la tarea y ahora se regresaba a Boston. Cuando la mucama vino a decirnos que nos fuéramos a la cama, comenté que tenía miedo y una vez más aventuré la afirmación de que todas las mujeres de la casa parecían estar locas. La mucama insistió en que me fuera a la cama. Pregunté si no podría sentarme en las escaleras, pero me dijo con decisión: “No, porque todas en la casa pensarían que está usted loca”. Al fin, permití que me llevaran a una habitación.

En este punto debo presentar por nombre al nuevo personaje de mi historia. Se trata de la mujer que había sido correctora de pruebas y que estaba a punto de regresar a Boston. Su nombre era señora Caine, y era tan valiente como buena persona. Entró en mi habitación, se sentó y habló conmigo largo rato, deshaciéndome el peinado con suaves maneras. Intentó persuadirme de que me desvistiera y me metiera a la cama, pero yo me rehusé con terquedad. Durante este tiempo, varias de las internas se habían reunido en torno a nosotras. Se expresaban de diferentes modos. “¡Pobre zafada!”, decían. “¡Vaya que está zafada!” “Me da miedo quedarme aquí con semejante loca en la casa.” “Nos asesinará a todas antes de que amanezca.” Mandaron a una mujer a buscar a un policía para que me llevara de una vez. Estaban todas, en verdad, en un estado de terrible pavor. 

Nadie quería hacerse responsable de mí, y la mujer que ocuparía la habitación conmigo declaró que no se quedaría con aquella “mujer loca” ni aunque le dieran todo el dinero de los Vanderbilt. Fue entonces cuando la señora Caine dijo que ella se quedaría conmigo. Yo le dije que me gustaría que así fuera, por lo que la dejaron conmigo. No se desvistió, pero se acostó en la cama, vigilando mis movimientos. Trató de convencerme de que me acostara, pero me daba miedo hacerlo. Sabía que, una vez que me rindiera, me quedaría dormida y soñaría tan plácida y pacíficamente como una cría. Corría el riesgo, por decirlo con una expresión coloquial, de “quedarme dormida como un tronco”. Me había hecho a la idea de pasar toda la noche en vela, así que insistí en sentarme en la orilla de la cama y mirar al vacío sin parpadear. Mi pobre compañera se sumió en un estado miserable de infelicidad. Cada tantos minutos, se levantaba para observarme. Dijo que mis ojos emitían un brillo terriblemente intenso y luego empezó a cuestionarme; me preguntó dónde había vivido, cuánto tiempo llevaba en Nueva York, qué había estado haciendo y muchas cosas más. A todas sus preguntas, ofrecí la misma respuesta: le dije que se me había olvidado todo, que desde que había empezado mi dolor de cabeza no lograba recordar nada.

¡Pobre criatura! Con cuánta crueldad la torturé y ¡qué corazón más gentil el suyo! Pero ¡cómo las torturé a todas! Una de ellas soñó conmigo: una pesadilla. Después de estar en la habitación cerca de una hora, yo misma me sobresalté al escuchar los gritos de una mujer en el cuarto de al lado. Empecé a imaginar que estaba de verdad en un manicomio.

La señora Caine se despertó, miró en rededor, asustada, y prestó atención. En seguida salió y fue al cuarto de junto, y la escuché interrogar a la otra mujer. Cuando volvió, me dijo que la mujer había tenido una pesadilla espantosa. Había soñado conmigo. Me había visto, dijo, correr hacia ella con un cuchillo en la mano, con la intención de matarla. Al intentar huir de mí, por fortuna, había logrado gritar, y así se había despertado, ahuyentando la pesadilla. Luego, la señora Caine se metió de nuevo en la cama, bastante alterada, pero muy soñolienta.

Yo también estaba cansada, pero me había puesto manos a la obra y estaba decidida a mantenerme despierta toda la noche para llevar mi trabajo de actuación a una conclusión feliz por la mañana. Escuché las campanadas de la medianoche. Me quedaban seis horas de espera antes del alba. El tiempo pasaba con una lentitud exasperante. Los minutos parecían horas. Se apagaron los ruidos de la casa y la avenida.

Temiendo que el sueño me atrapara entre sus garras, comencé a revisar mi vida. ¡Qué extraño parece todo! Un incidente, por muy insignificante que sea, no es sino un eslabón más en la cadena que nos ata a nuestro inalterable destino. Empecé por el comienzo y viví una vez más la historia de mi vida. Recordé a los viejos amigos con un entusiasmo placentero; viejas enemistades, viejas penas, viejas alegrías volvieron al presente. Las páginas pasadas de mi vida volvieron a abrirse y el pasado fue presente.

Cuando terminé, enfoqué mis pensamientos con valentía en el futuro, preguntándome, primero, qué me depararía el día siguiente y después haciendo planes para llevar a cabo mi proyecto. Me pregunté si sería capaz de cruzar las aguas hacia el objetivo de mi extraña ambición, para convertirme, más temprano que tarde, en una reclusa de los pabellones habitados por mis hermanas dementes. Luego, una vez dentro, ¿cuál sería mi experiencia? ¿Y después? ¿Cómo lograría salir? ¡Qué más da!, pensé, ya me dejarán salir.

Esa fue la noche más crucial de mi existencia. ¡Por unas cuantas horas me las vi frente a frente conmigo misma!

Miré hacia la ventana y saludé con alegría el leve resplandor del alba. La luz cobró fuerza y grisura, pero el silencio tenía una extraña profundidad. Mi compañera dormía. Me quedaban una o dos horas por delante. Por fortuna, encontré en qué ocupar mi mente. Robert Bruce, en su cautiverio, había ganado confianza en el futuro y pasaba el tiempo tan agradablemente como podía dadas las circunstancias, observando a la célebre araña tejer su tela. Yo tenía alimañas menos nobles para interesarme. Sin embargo, creía haber hecho descubrimientos valiosos de historia natural. Estaba a punto de caer dormida, a pesar de mí misma, cuando un sobresalto me despertó del todo. Me pareció oír algo arrastrarse y caer sobre la colcha con un ruido apenas perceptible. 

Tuve la oportunidad de estudiar a aquellos interesantes roedores a conciencia. Era evidente que habían venido a desayunar y parecían bastante decepcionados de no encontrar allí su plato principal. Corrían arriba y abajo de la almohada, se juntaban, parecían sostener un conciliábulo y actuaban por completo como si estuvieran sorprendidos por la ausencia de su apetitoso desayuno. Tras una larga deliberación, desaparecieron por fin, en busca de víctimas en otras latitudes, y me dejaron pasar los largos minutos observando a las cucarachas, cuyo tamaño y agilidad me sorprendieron mucho. 

Mi compañera de habitación llevaba largo tiempo sumergida en un sueño profundo, pero de pronto se despertó y expresó su sorpresa al verme aún despierta y aparentemente tan animada como un grillo. Desplegaba su habitual empatía. Vino hasta mí, me tomó de las manos, trató de consolarme lo mejor posible y me preguntó si no quería irme a casa. Me mantuvo en el piso superior hasta que casi todo el mundo salió de la casa y luego me llevó al sótano para darme café y un pan. Después de eso, sumida en el silencio, volví a mi habitación, donde me senté, abatida. La señora Caine se fue poniendo más y más ansiosa. 

–Qué podemos hacer? –exclamaba una y otra vez–. ¿Dónde están tus amigos?

–No –respondí–, no tengo amigos, pero tengo algunos baúles. ¿Dónde están? Los quiero. 

La buena mujer trató de tranquilizarme, diciendo que los encontraríamos a su debido tiempo. Me creía loca. 

Sin embargo, la perdono. Sólo cuando una ha estado en problemas se da cuenta de la poca simpatía y amabilidad que hay en el mundo. Las mujeres del Hogar que no me temían habían querido divertirse a mis expensas, así que me habían molestado con preguntas y comentarios que, de haber estado loca, habrían sido crueles e inhumanos. Sólo esa mujer, de entre todas, la bonita y delicada señora Caine, desplegaba un auténtico sentimiento femenino. Instó a las demás a dejar de burlarse de mí y tomó la cama de la mujer que se negó a dormir en mi compañía. Protestó ante la sugerencia de dejarme sola y de encerrarme por la noche para que no hiciera daño a nadie. Insistió en permanecer conmigo para socorrerme si lo necesitaba. Me alisó el cabello, me lavó la cara y me habló con la dulzura que una madre emplearía con una hija enferma. Intentó, por todos los medios, que me durmiera y descansara, y al despuntar el alba se puso en pie y me envolvió en una manta por miedo a que me enfriara; luego, me besó en la frente y susurró, con compasión: “¡Pobrecita, pobrecita!”.

Cuánto admiré el valor y la amabilidad de esa pequeña mujer. Cuánto deseé calmarla y susurrarle que yo no estaba loca, y cuánto ansié que, si alguna pobre chica llegaba a ser tan infeliz como yo pretendía serlo, se encontrara con alguien que poseyera el mismo espíritu de humana amabilidad que tenía la señora Ruth Caine. 


Capítulo IV: El juez Duffy y la policía

Pero volvamos a mi historia. Sostuve mi papel hasta que entró la asistente de la matrona, la señora Stanard, quien intentó persuadirme de que me calmara. Empecé a ver con claridad que quería echarme de la casa a toda costa, de ser posible sin barullo. Mis intenciones eran otras. Me rehusé a moverme e insistí sin descanso en el cuento de mis baúles extraviados. Al final, alguien sugirió que se llamara a un oficial. Después de un rato, la señora Stanard se puso su gorro y salió. Supe entonces que me estaba acercando al hogar para alienados. Pronto volvió, trayendo consigo a dos policías –hombres fuertes y corpulentos–, quienes entraron a la habitación sin mucha ceremonia, esperando encontrarse, era evidente, con una persona violenta y loca. El nombre de uno de ellos era Tom Bockert. 

Cuando entraron, fingí no verlos. 

–Quiero que se la lleven sin armar lío –dijo la señora Stanard. 

–Si no viene con nosotros por las buenas –respondió uno de los hombres–, la arrastraré a la calle. 

Yo seguía sin darme por enterada de su presencia, pero desde luego quería evitar que se armase un escándalo afuera. Por fortuna, la señora Caine vino en mi auxilio. Les contó a los oficiales de mis clamores por mis baúles extraviados, y entre todos idearon un plan para llevarme con ellos en silencio, diciéndome que me acompañarían a buscar mis pertenencias perdidas. Me preguntaron si iría. Les dije que me daba miedo ir sola. Entonces la señora Stanard dijo que ella me acompañaría y pactó que los dos policías nos siguieran a una distancia respetuosa. Me ajustó el velo, salimos de la casa por el sótano y nos aventuramos por la ciudad, con los dos oficiales siguiéndonos a unos pasos. Caminamos en total silencio hasta llegar, por fin, a la estación, que la buena mujer me aseguró era la oficina de objetos perdidos, donde sin duda encontraría mis pertenencias. Entré llena de miedo y temblando, con buena razón.

Unos días antes de todo aquello había conocido al capitán McCullagh en una reunión celebrada en Cooper Union. En esa ocasión, le había solicitado cierta información que él me proporcionó. Si se encontraba ahí, ¿no me reconocería? En ese caso, todo estaría perdido en cuanto a llegar hasta la isla. Me calé el sombrero de marinera tan abajo como pude y me preparé para el calvario. En efecto, el fornido capitán McCullagh estaba de pie junto a un escritorio.

Me escudriñó un momento mientras el oficial del escritorio conversaba en voz baja con la señora Stanard y con los policías que me escoltaban.

–¿Es usted Nellie Brown? –preguntó el oficial. 

Respondí que eso creía. 

–¿De dónde viene? –me preguntó. 

Le dije que no lo sabía, y luego la señora Stanard le dio un montón de información sobre mí: le habló de mi extraño comportamiento al llegar al Hogar, de cómo no había pegado ojo en toda la noche y que, en su opinión, yo era una pobre desafortunada que había enloquecido tras recibir tratos inhumanos. La señora Stanard y los otros dos oficiales hablaron otro rato, y se ordenó a Tom Bockert que nos llevara hasta el tribunal en un coche. 

En manos de la policía

–Ven conmigo –dijo Bockert–, encontraré ese baúl tuyo. 

Nos fuimos los tres juntos: la señora Stanard, Tom Bockert y yo. Les dije que era muy amable de su parte venir conmigo y que siempre recordaría aquel gesto. Mientras caminábamos, insistí en el asunto de mis baúles, intercalando algún comentario ocasional sobre la desastrosa condición de las calles y el curioso carácter de la gente con la que nos cruzábamos por el camino. 

–No creo haber visto gente como ésta antes –dije–. ¿Quiénes son?

Mis acompañantes me miraron con expresión de lástima, creyendo evidentemente que yo era una extranjera, una inmigrante o algo parecido. Me dijeron que aquellas personas eran trabajadores. Comenté una vez más que me parecía que había demasiada gente trabajadora en el mundo para la cantidad de trabajo por hacer. Tras ese comentario, el oficial P. T. Bockert me observó con detenimiento, pensando, era claro, que estaba del todo chiflada. Pasamos frente a varios policías más, quienes casi siempre preguntaban a mis robustos guardianes qué me pasaba. Para entonces, un gran número de críos harapientos nos seguía también, haciendo comentarios sobre mí que me parecieron tan originales como divertidos.

–¿Y ésta qué tiene? 

–A ver, poli, ¿de dónde la sacó? 

–¿Dónde la recogió? 

–¡Es un primor! 

La pobre señora Stanard tenía más miedo que yo. La situación se iba poniendo interesante, pero yo aún temía por mi suerte frente al juez.

Por fin llegamos a un edificio bajo y Tom Bockert me ofreció esta información con amabilidad: 

–Esta es la oficina de objetos perdidos. Pronto encontraremos esos baúles tuyos.

A la entrada del edificio había apostada una multitud de curiosos. No creí que mi caso fuera aún lo bastante malo como para permitirme pasar entre ellos sin decir nada, así que pregunté si aquellas personas habían perdido también sus baúles. 

–Sí –dijo Tom–, casi todas estas personas están buscando sus baúles.

–También parecen extranjeros –dije. 

–Sí –dijo–, todos son extranjeros recién llegados. Todos han perdido sus baúles y buena parte de nuestro trabajo consiste en ayudarlos a que los encuentren.

Entramos en el juzgado. Era el Juzgado Policial del Mercado Essex. Finalmente se decidiría el asunto de mi locura. El juez Duffy estaba sentado ante un alto escritorio, con un gesto que parecía indicar que vendía la leche de la bondad humana al por mayor. Temí que no me esperase el destino que buscaba, por la amabilidad que vi en cada línea de su rostro. De modo que, con el corazón apesadumbrado, seguí a la señora Stanard cuando atendió el llamado a acercarse al escritorio, donde Tom Brockert acababa de hacer un recuento del asunto. 

–Venga aquí –dijo un oficial–. ¿Cómo se llama usted?

–Nellie Brown –respondí, con un ligero acento–. He perdido mis baúles y me gustaría que usted los encontrara.

–¿Cuándo llegó usted a Nueva York? –me preguntó. 

–No he llegado a Nueva York –contesté (mientras añadía, para mí misma, “porque llevo un buen rato aquí”).

–Pero está ahora mismo en Nueva York –dijo el hombre. 

–No –dije, poniendo el gesto incrédulo que pensé que podría tener una persona loca–, no he llegado a Nueva York.

–Esta chica es del oeste –dijo él, en un tono que me hizo temblar–. Tiene acento del oeste. 

En ese punto, alguien más que había escuchado el breve diálogo afirmó que había vivido en el sur y que mi acento era sureño, mientras que otro oficial estaba seguro de que era del este. Sentí un gran alivio cuando el primero en hablar se giró hacia el juez y dijo:

–Juez, tenemos aquí el peculiar caso de una joven que no sabe quién es ni de dónde viene. Más vale que lo atienda usted a la brevedad.

Comencé a temblar por algo que era más que frío, y miré al extraño grupo de gente a mi alrededor, compuesto por hombres y mujeres de humilde vestimenta, con historias de dificultades, abuso y pobreza impresas en el rostro. Algunos conversaban ansiosamente con sus amigos, mientras que otros permanecían sentados con una mirada de absoluta desesperanza. Aquí y allá se veían funcionarios bien vestidos y alimentados que observaban la escena con pasividad, casi con indiferencia. Para ellos era el mismo cuento de siempre. Una desafortunada más que se añadía a una larga lista que hacía tiempo había dejado de ser interesante o preocupante para ellos.

Nellie ante el juez Duffy

–Ven aquí, niña, y descúbrete el rostro –instó el juez Duffy, en un tono que me sorprendió por la rudeza, que me parecía impensable en ese amable rostro suyo. 

–¿A quién le habla? –pregunté con todo el aplomo del que era capaz. 

–Ven aquí, mi niña, y alza tu velo. Sabes, si la reina de Inglaterra estuviera aquí, tendría que alzarse también el velo –dijo con gran amabilidad. 

–Eso está mucho mejor –respondí–. No soy la reina de Inglaterra, pero alzaré mi velo. 

Mientras lo hacía, el juez me miró y, luego, en un tono muy gentil, dijo:

–Niña mía, ¿qué te pasa?

–No me pasa nada, salvo que he perdido mis baúles, y este hombre –señalé al oficial Bockert– me prometió traerme a donde pudieran encontrarlos. 

–¿Qué sabe usted de esta niña? –preguntó el juez con severidad a la señora Stanard, que permanecía de pie a mi lado, pálida y temblando. 

–No sé nada, salvo que llegó ayer al Hogar y pidió pasar ahí la noche.

–¡El hogar! ¿Qué quiere decir con eso del hogar? –preguntó con presteza el juez Duffy. 

–Es un hogar temporal para mujeres trabajadoras, en el número 84 de la Segunda Avenida.

–¿Cuál es su posición ahí?

–Soy asistente de la matrona. 

–Bueno, dígame todo lo que sepa del caso. 

–Cuando iba entrando al Hogar ayer, la vi bajar por la avenida. Estaba sola. Apenas acababa de entrar a la casa cuando sonó la campana y apareció ella. Al recibirla, quiso saber si podía pasar ahí la noche, y le dije que sí. Después de un tiempo, comentó que todas en la casa estaban locas y que les tenía miedo. Luego, no quería dormirse y pasó toda la noche sentada.

–¿Tenía dinero consigo?

–Sí –respondí por ella–, le pagué todo, y la comida fue la peor que he probado en mi vida.

Todos sonrieron ante esto, y alguno murmuró “no está tan loca en cuanto a la comida”. 

–Pobre niña –dijo el juez Duffy–, viene bien vestida y es una dama. Su inglés es perfecto, y apostaría lo que fuera a que es una buena chica. Estoy seguro de que es la querida de alguien. 

Ante esta declaración todos rieron, y yo me puse el pañuelo sobre la cara y me las arreglé para ahogar la risa que amenazaba con arruinar mis planes, a pesar de mi determinación. 

–Quiero decir que es querida por alguna mujer –se corrigió a toda prisa el juez–. Estoy seguro de que alguien la está buscando. Pobre chica, seré bueno con ella, pues se parece a mi difunta hermana.

Después de tal anuncio hubo un cuchicheo, y los oficiales me lanzaron una mirada más amable mientras yo bendecía en silencio a aquel juez de buen corazón, y deseé que cualquier pobre criatura que padeciese las aflicciones que yo fingía tener llegase a lidiar con un hombre tan amable como el juez Duffy.

–Ojalá estuvieran aquí los reporteros –dijo éste al final–. Ellos podrían averiguar algo sobre ella. 

Esto último me asustó sobremanera, pues si hay alguien capaz de desentrañar un misterio es un reportero. Pensé que prefería enfrentarme a una multitud de doctos médicos, policías y detectives antes que a dos brillantes especímenes de mi oficio, así que dije:

–No entiendo por qué se necesita tanta cosa para ayudarme a encontrar mis baúles. Estos hombres son unos insolentes y no quiero que me miren. Me voy a ir. No quiero quedarme aquí. 

Dicho esto, me cubrí de nuevo el rostro y esperé en secreto que los reporteros tuvieran contratiempos hasta que me llevaran al manicomio. 

–No sé qué hacer con esta pobre cría –dijo el apesadumbrado juez–. Alguien debe ocuparse de ella.

–Envíela a la isla –sugirió uno de los oficiales.

–Oh, ¡no lo haga! –dijo la señora Stanard, con evidente alarma–. ¡No lo haga! Es una dama; estar en la isla acabaría con ella.

De pronto, me dieron ganas de sacudir a esa buena mujer. Pensar que la isla era justo el lugar al que quería llegar, y ¡aquí estaba ella tratando de impedirlo! Era amable de su parte, pero resultaba desesperante dadas las circunstancias.

–Aquí hay gato encerrado –dijo el juez–. Me parece que a esta niña la drogaron y la trajeron a la ciudad. Prepare los documentos y la mandaremos a Bellevue para que la examinen. Probablemente en unos días se le pasará el efecto de la droga y podrá contarnos una historia estremecedora. ¡Si tan sólo vinieran los reporteros!

Yo les temía, así que dije algo sobre que no quería seguir ahí ni que me vieran. El juez Duffy le dijo entonces al oficial Bockert que me llevara a la oficina de atrás. Cuando nos sentamos ahí, llegó el juez Duffy y me preguntó si mi casa estaba en Cuba. 

–Sí –respondí con una sonrisa–. ¿Cómo lo supo?

–Ah, lo sabía, querida. Ahora, dime en dónde está. ¿En qué parte de Cuba?

–En la hacienda –respondí.

–Ajá –dijo el juez–, en una granja. ¿Recuerdas La Habana?

–Sí, señor –contesté en castellano–, está cerca de casa. ¿Cómo lo supo?

–Pues lo supe sin más, querida. Ahora bien, ¿me dirás el nombre de tu hogar? –preguntó, persuasivamente.

–Eso es lo que se me olvida –contesté con tristeza–. Tengo dolor de cabeza todo el tiempo, y hace que se me olviden las cosas. No quiero que me agobien. Todos me preguntan cosas, y eso hace que mi cabeza empeore –y esto último era cierto.

–Bueno, nadie te agobiará más. Siéntate aquí y descansa un rato –y el genial juez me dejó a solas con la señora Stanard.

Justo entonces entró un oficial con un reportero. Me dio mucho miedo; pensé que me reconocerían como periodista, así que volví la cabeza y dije: 

–No quiero ver a ningún reportero, no veré a ninguno. 

El juez dijo que no debían agobiarme. 

–Bueno, en eso no hay ninguna locura –dijo el oficial que había traído al reportero, y ambos salieron de la oficina. 

Tuve otro acceso de miedo. ¿Había llevado demasiado lejos mi deseo de no ver a reporteros, revelando mi cordura? Si había dado la impresión de estar cuerda, estaba decidida a contrarrestarla, así que salté y corrí de un lado a otro de la oficina, mientras la señora Stanard se aferraba a mi brazo, aterrorizada.

–No me quedaré aquí, ¡quiero mis baúles! ¿Por qué me tienen que molestar tantas personas? –y así seguí hasta que el médico de urgencias llegó, acompañado por el juez. 


Capítulo V: Declarada loca

–He aquí a una pobre chica a la que han drogado –explicó el juez–. Se parece a mi hermana, y cualquiera puede ver que es una buena chica. Me interesa esta niña y haré por ella todo lo que haría por una hija. Quiero que sea amable con ella –le dijo al médico de urgencias. 

Luego, volviéndose hacia la señora Stanard, le preguntó si no podía alojarme unos días más hasta que se hiciera la investigación de mi caso. Por fortuna, ella dijo que no, porque todas las mujeres del Hogar me tenían miedo y se marcharían si me dejaban quedarme ahí. A mí me preocupaba mucho que me fuera a aceptar si le aseguraban el pago, así que dije algo sobre la mala calidad de la comida y que no pensaba volver al Hogar. Luego vino la auscultación; el doctor parecía inteligente y yo no tenía la más mínima esperanza de engañarlo, pero me propuse con firmeza sostener la farsa. 

–Saca la lengua –me ordenó con brusquedad. 

–No quiero –respondí, siendo fiel a la verdad. 

–Debes hacerlo. Estás enferma, y yo soy médico.

–No estoy enferma ni lo he estado nunca. Sólo quiero mis baúles. 

Pero saqué la lengua, y él la observó de manera sagaz. Luego me tomó el pulso y escuchó los latidos de mi corazón. No tenía ni idea de cómo debía latir el corazón de una persona loca, así que contuve el aliento mientras él escuchaba, hasta que, cuando el médico se retiró, tuve que tomar una bocanada de aire. Después, el doctor estudió el efecto de la luz en mis pupilas. Sosteniendo su mano a medio palmo de mi cara, me dijo que la observara y, retirándola con presteza, examinó mis ojos. Me quedé intrigada por cómo se vería la locura en el ojo, así que pensé que lo mejor que podía hacer en esas circunstancias era mirar al vacío. Eso hice, mantuve los ojos fijos y sin parpadear frente a su mano, y, cuando la apartó, hice todo lo posible por seguir sin parpadear.

Un experto en locura trabajando

–¿Qué drogas has estado tomando? –me preguntó entonces. 

–¡Drogas! –repetí asombrada–. No sé qué son las drogas. 

–Las pupilas de sus ojos han estado dilatadas desde que llegó al Hogar. No han cambiado ni una vez –explicó la señora Stanard. Me pregunté cómo podía saber si habían cambiado o no, pero no dije nada.

–Creo que ha estado usando belladona –dijo el médico.

Por primera vez agradecí mi ligera miopía, que por supuesto explicaba la dilatación de mis pupilas. Pensé que podía ser honesta cuando tuviera ocasión de serlo, sin afectar mis planes, así que le dije que era miope, que no estaba para nada enferma, nunca lo había estado, y que nadie tenía derecho a detenerme por buscar mis baúles. Quería irme a casa. Él escribió un montón de cosas en un cuaderno largo y estrecho, y luego dijo que me iba a llevar a casa. El juez le dijo que me llevara, que fuera amable conmigo y que hiciera por mí cuanto estuviera en sus manos. Si tan sólo existieran más hombres como el juez Duffy, las pobres desafortunadas no creerían que la vida es oscuridad pura.

Empecé entonces a confiar más en mis habilidades, dado que un juez, un médico y una multitud me habían declarado loca, y me puse el velo con mucha alegría cuando me dijeron que viajaríamos en carruaje y que después de eso podría irme a casa. 

–Me da tanto gusto ir con usted –dije, y era cierto. En verdad me daba gusto. 

Una vez más, custodiada por el oficial Brockert, crucé el pequeño y atestado juzgado. Me sentí orgullosa de mí misma al salir por una puerta lateral hacia un callejón, donde esperaba la ambulancia. Cerca del portón cerrado y enrejado había una pequeña oficina ocupada por varios hombres y por grandes libros. Ahí entramos todos. Cuando empezaron a preguntarme cosas, el doctor se interpuso y dijo que él tenía todos los papeles y que era inútil hacerme más preguntas, porque yo no era capaz de responderlas. Esto fue para mí un gran alivio, pues mis nervios estaban ya bastante crispados. Un hombre de aspecto rudo quiso subirme a la ambulancia, pero rechacé su ayuda con tal determinación que el médico y el policía le dijeron que desistiera y ejecutaron ellos mismos el galante gesto. No subí a la ambulancia sin protestar. Comenté que nunca había visto un carruaje de semejante factura y que no quería subir a él, pero después de un rato me dejé persuadir, como había sido mi intención desde el principio.

Nunca olvidaré aquel trayecto. Después de que me acostaran sobre una manta amarilla, el médico subió y se sentó junto a la puerta. El gran portón se abrió de par en par, y la muchedumbre de curiosos que se había juntado ahí se abrió para dejar pasar a la ambulancia. ¡Vaya que intentaron ver a la supuesta loca! El médico se dio cuenta de que no me gustaba que la gente me mirara y tuvo la consideración de bajar las cortinas, tras preguntarme si eso deseaba. Pero eso no desalentó a la gente. Los niños corrieron detrás de nosotros, gritando toda suerte de improperios y tratando de atisbar bajo las cortinas. Fue un trayecto bastante interesante, pero debo decir que también fue excepcionalmente duro. Me aferré a lo que pude, aunque no había mucho a qué aferrarse, y el chofer condujo como si temiera que alguien nos diera alcance.


Capítulo VI: En el Hospital Bellevue

Al fin llegamos a Bellevue, la tercera estación en mi camino hacia la isla. Había superado con éxito las pruebas del Hogar y el Juzgado del Mercado de Essex, por lo que ahora estaba segura de que no fracasaría. La ambulancia se detuvo con un súbito traqueteo y el médico bajó de un brinco. “¿Cuántas traes?”, escuché que preguntaba alguien. “Sólo una, para el pabellón”, fue la respuesta. Un hombre de aspecto rudo se acercó y, agarrándome de un brazo, intentó sacarme a rastras del coche, como si yo tuviera la fuerza de un elefante y fuera a resistirme. El médico, al ver mi cara de disgusto, le ordenó que me dejara en paz, diciendo que él se encargaría de mí personalmente. En seguida, me levantó con cuidado, y caminé con la gracia de una reina frente al grupo de curiosos que se había reunido para ver a la nueva infeliz. Entré junto con el doctor en una pequeña y oscura oficina, donde varios hombres más nos esperaban. El que estaba detrás del escritorio abrió un libro y comenzó la larga retahíla de preguntas que ya me habían hecho varias veces. 

Me negué a responder, y el doctor le dijo que no era necesario molestarme más, pues ya tenía todos los papeles preparados y que yo estaba demasiado loca como para responder cualquier cosa que pudiese alterar mi destino. Me sentí aliviada de que fuera tan sencillo, ya que, aunque seguía impertérrita, empezaba a sentirme débil por la falta de alimentos. La orden que siguió fue que me llevaran al pabellón para alienadas, entonces un hombre musculoso vino hacia mí y me asió del brazo con tal fuerza que un dolor me atravesó de pronto. Me enojé y por un momento olvidé mi papel y me volví hacia él para decirle:

–¿Cómo se atreve a tocarme? Al oír esto, aflojó un poco su mano y yo me lo sacudí de encima con más fuerza de la que me creía capaz. 

–No iré con nadie más que con este hombre –dije, señalando al médico de urgencias–. El juez dijo que él debía cuidar de mí, y no pienso ir con nadie más. 

Al escucharme, el médico dijo que él me llevaría, así que nos fuimos agarrados del brazo, detrás del hombre que había intentado, en un inicio, tratarme con rudeza. Atravesamos las muy bien cuidadas instalaciones hasta llegar al pabellón para alienadas. Una enfermera de cofia blanca estaba ahí para recibirme. 

–Esta joven debe esperar el barco aquí –dijo el médico, y se dispuso a dejarme. 

Le supliqué que no se fuera, o que me llevara con él, pero dijo que primero quería comer y que yo debía esperarlo ahí. Cuando insistí en acompañarlo, declaró que tenía que asistir en una amputación y que no sería bien visto que yo estuviera presente. Era obvio que creía lidiar con una persona loca. Justo entonces se oyeron los chillidos más horribles de la locura, provenientes de un patio que había al fondo. A pesar de todo mi valor, sentí un escalofrío ante la idea de verme encerrada con una semejante que estaba del todo loca. El médico notó evidentemente mi nerviosismo, pues le dijo al asistente:

–Qué ruido hacen los carpinteros.

Volviéndose hacia mí, improvisó una explicación sobre unos edificios nuevos que estaban construyendo, y que el ruido provenía de los trabajadores atareados en ello. Le dije que no quería quedarme ahí sin él, y para tranquilizarme me prometió que volvería pronto. Me dejó y, por fin, me vi convertida en una interna del manicomio. 

Me detuve en la puerta y contemplé la escena que se desarrollaba ante mí. El corredor, largo y sin alfombrar, había sido restregado hasta alcanzar esa blancura exclusiva de las instituciones públicas. Al final del pasillo había una gran puerta doble de metal cerrada con candado. Varios bancos de aspecto incómodo y unas cuantas sillas eran los únicos muebles. A cada lado del corredor había puertas que daban a lo que supuse, y luego comprobé, eran los dormitorios. Cerca de la puerta de la entrada, del lado derecho, había una salita de estar para las enfermeras, y enfrente de ésta un comedor donde en ese instante servían la comida. Una enfermera con un vestido negro, cofia blanca y delantal, armada con un montón de llaves, estaba a cargo del pasillo. Al poco tiempo conocería su nombre: señorita Ball.

Una vieja irlandesa era la única criada en activo. Oí que la llamaban Mary, y me alegra saber que hay una mujer de buen corazón en aquel sitio. Siempre me trató con amabilidad y extrema consideración. Había tan sólo tres pacientes, como las llamaban. Yo era la cuarta. Pensé que podía empezar a trabajar de inmediato, pues aún existía la posibilidad de que el primer doctor que me viera me declarara cuerda y me mandara de regreso al ancho mundo. Así que caminé hasta el fondo de la habitación, me presenté ante una de las mujeres y le pregunté todo sobre su vida. Su nombre era Anne Neville, y se había enfermado por exceso de trabajo. Había estado trabajando como camarera, y cuando decayó su salud la enviaron a un asilo de monjas para curarse. Su sobrino, que era mesero, se quedó sin trabajo, y al verse incapaz de pagar sus gastos del asilo, tuvo que transferirla a Bellevue. 

–¿Está usted mal mentalmente? –le pregunté. 

–No –respondió–. Los doctores me han estado haciendo muchas preguntas curiosas y me han confundido todo lo posible, pero no hay nada de malo en mi cerebro.

–¿Sabe usted que sólo a las locas las mandan aquí? –pregunté. 

–Sí, lo sé, pero no hay nada que pueda hacer. Los doctores se niegan a escucharme, y es inútil decirles nada a las enfermeras.

Convencida por muchas razones de que la señorita Neville estaba tan sana como yo, centré mis atenciones en otra de las pacientes. La encontré necesitada de ayuda médica y bastante débil mentalmente, aunque he visto a muchas mujeres en las clases más humildes de la sociedad, cuya cordura nunca fue puesta en duda, que no eran mucho más brillantes. 

La tercera paciente, la señora Fox, no quiso decir mucho. Era muy callada y, después de decirme que el suyo era un caso perdido, se negó a hablar. Así, empecé a sentirme más segura de mi posición y decidí que ningún doctor me convencería de que estaba cuerda mientras abrigara la esperanza de cumplir con mi misión. Una enfermera baja y de piel clara llegó y, poniéndose la cofia, le dijo a la señorita Ball que se fuera a comer. La nueva enfermera, de nombre Scott, vino hacia mí y me dijo con brusquedad:

–Quítate el sombrero.

–No me quitaré el sombrero –respondí–. Estoy esperando el barco, y no me lo pienso quitar.

–Bueno, pues no vas a abordar ningún barco. Mejor que lo sepas desde ahora. Estás en un manicomio.

Aunque era del todo consciente de aquel hecho, sus palabras sin adornos me conmocionaron. 

–Yo no quería venir aquí; no estoy enferma ni loca, y no voy a quedarme aquí –dije. 

–Pasarás mucho tiempo aquí encerrada si no haces lo que te dicen –respondió la señorita Scott–. Más vale que te quites el sombrero o usaré la fuerza, y si no logro arrancártelo, tendré que tocar la campanilla para pedir ayuda. ¿Te lo vas a quitar?

–No, de ningún modo. Tengo frío y quiero dejarme el sombrero; usted no puede hacer que me lo quite.

–Te voy a dar unos minutos más. Si no te lo quitas usaré la fuerza, y te advierto que no será muy agradable.

–Si usted me quita el sombrero yo le quitaré la cofia, así que adelante.

En ese momento, alguien llamó a la señorita Scott desde la puerta. Como temí que una exhibición de carácter representara demasiada cordura, me quité el sombrero y los guantes y esperé su regreso, sentada en silencio y con la mirada en el vacío. Tenía hambre, por lo que me alegró ver a Mary preparando todo para la comida. Los preparativos fueron sencillos. Simplemente acercó un banco recto hasta el costado de una mesa sin mantel y ordenó a las pacientes que se reunieran para el festín; luego, trajo un pequeño plato de aluminio en el que había un pedazo de carne hervida y una papa. Estaba muy frío, como si lo hubiesen cocinado la semana previa, y no había posibilidad de normalizarlo con sal o pimiento. Como no me acerqué a la mesa, Mary vino hasta la esquina donde estaba, y, mientras me tendía el plato de aluminio, me preguntó:

–¿Tienes unos centavitos por ahí, cariño?

–¿Qué? –dije yo, sorprendida. 

–Que si tienes unos centavitos por ahí, cariño, que me puedas dar. Igual te los van a quitar todos, cariño, así que es mejor que me los des en cualquier caso.

Esta vez entendí bien, pero no tenía intención de pagarle impuestos a Mary tan al inicio del juego, pues temía que eso afectara el trato que me dispensaba, así que le dije que había perdido mi bolso, lo cual era más que cierto. Aunque no le di dinero a Mary, no dejó de ser amable conmigo. Cuando objeté sobre el plato de aluminio en el que me había llevado la comida, me fue a buscar un plato de porcelana; y cuando me fue imposible comer la comida que me ofrecía, me dio un vaso de leche y una galleta salada.

Todas las ventanas del salón estaban abiertas y el aire frío empezaba a calar en mi sangre sureña. De hecho, refrescó tanto que se hizo casi insoportable, por lo que me quejé de ello con la señorita Scott y la señorita Ball. Pero respondieron con parquedad que me encontraba en un lugar de caridad y que no podía esperar nada distinto. Todas las demás mujeres sufrían el frío, y las enfermeras mismas tenían que vestir pesados abrigos para entrar en calor. Pregunté si podía meterme a la cama. “¡No!”, me dijeron. Finalmente, la señorita Scott trajo un viejo chal gris y, tras sacudirle las polillas de encima, me dijo que me cubriera con él. 

–Es un chal bastante lamentable –dije. 

–Bueno, algunas personas se las arreglarían mejor si no fueran tan orgullosas –repuso la señorita Scott–. La gente que depende de la caridad no debería esperar nada y no debería quejarse. 

Así que me puse el chal raído por las polillas, abrigándome con su olor a encerrado, y me senté en una silla de mimbre, preguntándome qué seguiría, si moriría congelada o sobreviviría. Mi nariz estaba muy fría, así que me cubrí la cabeza, y cuando empezaba a cabecear, me arrebataron el chal de golpe y vi ante mí a un hombre extraño junto a la señorita Scott. El hombre resultó ser un médico, y su primer saludo fue:

–He visto esa cara antes.

–¿Así que me conoce? –pregunté, con una muestra de impaciencia que en realidad no sentía. 

–Me parece que sí. ¿De dónde saliste?

–De mi casa.

–¿Dónde está tu casa?

–¿No lo sabe usted? En Cuba.

Positivamente loca

Procedió a sentarse junto a mí, me tomó el pulso, examinó mi lengua y, por último, dijo:

–Cuéntale a la señorita Scott todo sobre tu vida.

–No, no pienso hacerlo. No hablaré con mujeres.

–¿Qué haces en Nueva York?

–Nada.

–¿Puedes trabajar?

–No, señor.

–Dime, ¿eres una mujer de la calle?

–No le entiendo –respondí, genuinamente disgustada con él. 

–Quiero decir, ¿has permitido que los hombres se ocupen de ti, a cambio de quedarte con ellos?

Me dieron ganas de abofetearlo, pero debía mantener la compostura, así que me limité a decir:

–No entiendo de qué habla. Siempre he vivido en casa.

Después de muchas preguntas más, tan inútiles como insensibles, el doctor me dejó y se puso a conversar con la enfermera. 

–Positivamente loca –dijo–. La considero un caso perdido. Necesita que la lleven a un lugar donde se encarguen de ella.

Y así fue como pasé por mi segundo experto médico.

Después de aquello, comencé a tener menos consideración por la habilidad de los doctores de la que había tenido hasta entonces y un mayor respeto por mí misma. De pronto, tuve la seguridad de que ningún médico podía distinguir si alguien estaba loco o no, siempre y cuando no fuese un caso violento.

Por la tarde vinieron un chico y una mujer. La mujer se sentó a mi lado en un banco, mientras que el chico entró a la sala y se puso a hablar con la señorita Scott. Al poco tiempo salió y, tras despedirse con un movimiento de cabeza de aquella mujer, que era su madre, se marchó. Ella no parecía loca, pero como era alemana no logré descubrir su historia. Su nombre, sin embargo, era Louise Schanz. Parecía un tanto perdida, pero cuando las enfermeras le dieron material para coser, hizo su trabajo bien y rápido. A las tres de la tarde todas las pacientes recibieron un caldo de habas, y a las cinco una taza de té con un trozo de pan. A mí me consintieron, porque cuando vieron que me era imposible comer el pan o beber aquel líquido honrado con el nombre de té, me dieron una taza de leche y una galleta, lo mismo que había tomado al mediodía.

Justo cuando encendieron el gas llegó otra paciente. Era una joven de veinticinco años. Me dijo que acababa de levantarse de su lecho de enferma. Su aspecto confirmaba su historia. Parecía haber padecido un ataque de fiebre. “Ahora sufro de debilidad nerviosa –dijo– y mis amigos me han enviado aquí para recibir atención.” No le comenté dónde estaba, pues se veía muy satisfecha. A las seis y cuarto, la señorita Ball dijo que quería marcharse, así́ que todas tuvimos que irnos a la cama. A cada una de nosotras –ahora éramos seis– se nos asignó una habitación y se nos dijo que nos desnudáramos. Así lo hice, y me dieron una bata corta de franela de algodón para que la usara durante la noche. Luego, la señorita Ball tomó toda la ropa que había llevado puesta durante el día y, haciendo un fardo con ella, la etiquetó como “Brown” y se la llevó. La ventana con barrotes de hierro estaba cerrada, y la señorita Ball, después de darme una manta extra –lo cual, según dijo, era un favor que rara vez se concedía–, salió y me dejó sola. La cama no era cómoda. De hecho, era tan dura que no podía hacerme ni un hueco en ella, y la almohada estaba rellena de paja. Debajo de la sábana había un hule extendido. A medida que la noche iba enfriando, yo intentaba calentar el hule. Seguí intentándolo, pero cuando amaneció estaba tan frío como al acostarme, y, dado que yo también me hallaba a la misma temperatura de un témpano, di la tarea por imposible.

Mi esperanza era descansar un poco en mi primera noche en el manicomio, pero estaba condenada a la decepción. Cuando llegaron las enfermeras del turno de noche, les dio curiosidad por verme y descubrir cómo era. Apenas se fueron, oí que alguien en la puerta preguntaba por Nellie Brown, y comencé a temblar, temiendo como siempre que me descubrieran. Escuchando la conversación, me enteré de que era un reportero quien me buscaba, y lo oí preguntar por mi ropa para poder examinarla. Atendí con ansiedad a lo que decían sobre mí, y me alivió saber que se me consideraba irremediablemente loca. Eso me dio ánimos. Después de que se fue el reportero, escuché que llegaban otras personas y supe que había un doctor que quería verme. Con qué propósito, no lo sabía, pero me imaginé toda suerte de cosas horribles, como auscultaciones y demás, así que cuando llegó a mi habitación yo temblaba de pavor.

–Nellie Brown, está aquí el doctor; quiere hablar contigo –me dijo la enfermera. 

Si eso era todo lo que deseaba, creí que podía aguantarlo. Retiré la manta que, por el miedo repentino, me había puesto sobre la cabeza y alcé la vista. Lo que vi me tranquilizó. 

Era un hombre joven y atractivo. Tenía el aire y el porte de un caballero. En el tiempo transcurrido desde entonces, algunas personas han censurado su actitud; pero estoy segura de que, incluso si fue un poco indiscreto, el joven doctor sólo quiso ser amable conmigo. Se acercó, se sentó en la orilla de mi cama y me rodeó los hombros con su brazo para calmarme. Era una tarea terrible tener que fingir estar loca ante aquel joven; sólo una chica puede empatizar con mi situación.

–¿Cómo te sientes esta noche, Nellie? –preguntó con naturalidad.

–Ay, me siento bien.

–Pero estás enferma, ¿lo sabes? 

–¿Lo estoy? –repliqué, y giré la cabeza hacia la almohada para sonreír. 

–¿Cuándo saliste de Cuba, Nellie?

–Oh, ¿conoce usted mi hogar? –pregunté. 

–Sí, bastante bien. ¿No me recuerdas? Yo sí me acuerdo de ti.

–¿En serio? –y en mi cabeza me dije que no debía olvidarlo. 

El doctor iba acompañado por un amigo que nunca aventuró ningún comentario, sólo me miraba tumbada en la cama. Después de muchas preguntas, a las que respondí con veracidad, me dejó. Siguieron otras complicaciones. Durante toda la noche, las enfermeras se leían en voz alta las unas para las otras, y sé que las otras pacientes, al igual que me pasó a mí, no pudieron dormir. Cada media hora, las enfermeras caminaban con pesadez por los pasillos, con sus botas de tacón resonando como la marcha de un regimiento, y miraban con detenimiento a cada paciente. Desde luego, aquello bastó para mantenernos despiertas. Después, cuando se acercaba la mañana, empezaron a batir huevos para el desayuno, y el sonido me hizo darme cuenta de cuánta hambre tenía. Gritos y chillidos ocasionales surgían del pabellón masculino, lo cual tampoco ayudó a que la noche pasara con más ligereza. Además, la sirena de la ambulancia, que traía a más desafortunadas, sonó como un toque de difuntos. Y así pasé mi primera noche como una chica loca en Bellevue. 


Capítulo VII: La meta a la vista

A las seis en punto de la mañana del domingo 25 de septiembre, las enfermeras retiraron la manta con la que me cubría. “Ven, es hora de salir de la cama”, me dijeron, y abrieron la ventana para dejar entrar el aire fresco. Luego me regresaron mi ropa. Una vez vestida, me llevaron hasta unos lavabos donde todas las demás pacientes intentaban quitarse de la cara todo rastro de sueño. A las siete en punto nos dieron un menjurje espantoso; Mary nos dijo que era caldo de pollo. El frío, por el que ya habíamos sufrido bastante el día anterior, calaba aún más, y cuando me quejé con la enfermera me dijo que una de las reglas de la institución era no encender la calefacción hasta octubre, así que tendríamos que aguantarlo, puesto que las tuberías de vapor ni siquiera habían sido limpiadas. Luego, las enfermeras de la noche, armadas con tijeras, comenzaron a hacer la manicura a las pacientes. Me cortaron las uñas casi al ras, al igual que al resto. Poco después apareció otro joven y atractivo doctor y me condujeron a la sala de estar. 

–¿Tú quién eres? –me preguntó. 

–Nellie Moreno –respondí, usando la versión en castellano de mi apellido. 

–Entonces, ¿por qué te pusieron Brown? –preguntó–. ¿Qué te pasa?

–Nada. Yo no quería venir aquí, pero me trajeron. Quisiera irme. ¿Me dejará salir?

–¿Si te saco de aquí te quedarás conmigo? ¿No te irás corriendo en cuanto pises la calle?

–No puedo prometer que no lo haré –contesté con una sonrisa y un suspiro, pues era guapo.

Me hizo muchas preguntas más. ¿Veía a veces caras en las paredes? ¿Escuchaba voces en torno mío? Le respondí lo mejor que pude.

–¿Oyes voces por la noche? –preguntó. 

–Sí, platican tanto que no logro dormir.

–Eso pensé –dijo para sí. Luego, volviéndose hacia mí, preguntó–. ¿Qué dicen tales voces?

–Bueno, no siempre les pongo atención. Pero a veces, muy seguido, hablan sobre Nellie Brown, y luego sobre otros temas que me interesan mucho menos –contesté con la verdad.

–Con eso basta –le dijo el doctor a la señorita Scott, quien estaba esperando afuera. 

–¿Me puedo ir ya? –pregunté. 

–Sí –dijo él, con una risa satisfecha–, pronto estarás en otro sitio.

–Hace mucho frío aquí; quiero salir –dije.

–Es cierto –le dijo el doctor a la señorita Scott–, el frío aquí es casi intolerable, y tendrán casos de neumonía si no se andan con cuidado.

Después de eso, me sacaron y pasó otra paciente. Me senté casi junto a la puerta y esperé para escuchar cómo el doctor ponía a prueba la cordura de las otras internas. Salvo mínimas variaciones, el interrogatorio fue igual que el mío. A todas las pacientes les preguntaba si veían caras en las paredes, si oían voces y qué decían éstas. Debo añadir que cada paciente negó tales fenómenos auditivos y visuales. A las diez en punto nos dieron una taza de caldo de carne sin sal; al mediodía, un poco de carne fría y una papa; a las tres en punto, una taza de avena hervida, y a las cinco y media, una taza de té y una rebanada de pan sin mantequilla. Todas teníamos hambre y frío. Después de que el médico se marchara, nos dieron chales y nos dijeron que camináramos por los pasillos para entrar en calor. Durante el día, varios curiosos visitaron el pabellón para ver a la chica loca proveniente de Cuba. Mantuve la cabeza cubierta, con la excusa de que tenía frío, por temor a que alguno de los reporteros me reconociera. Algunos de los visitantes buscaban, según supe, a una chica desaparecida, pues me hicieron quitarme el chal varias veces y, después de mirarme, decían: “No la conozco” o “No es ella”, por lo que me sentía agradecida en secreto. El director O'Rourke me visitó y puso en práctica sus buenas artes, examinándome. Luego trajo a algunas mujeres bien vestidas y, en otro momento, a algunos caballeros, para que echaran un vistazo a la misteriosa Nellie Brown.

Los reporteros eran los más latosos. ¡Eran muchos! Y todos tan brillantes e inteligentes que me entró un miedo terrible de que notaran que estaba cuerda. Fueron muy amables y agradables conmigo, y muy gentiles en todas sus preguntas. Mi último visitante de la noche anterior se acercó a la ventana mientras algunos reporteros me entrevistaban en la sala de estar y le dijo a la enfermera que les permitiera verme, ya que podrían ser de ayuda para encontrar alguna pista sobre mi identidad.

Por la tarde vino el doctor Field y me examinó. Me hizo sólo unas pocas preguntas, que no tenían relación alguna con mi caso. La pregunta principal fue por mi hogar y mis amigos, si había tenido amantes o había estado casada alguna vez. Luego me hizo estirar los brazos y mover los dedos, lo cual hice sin dilación; sin embargo, lo escuché decir que el mío era un caso perdido. A las demás pacientes les hicieron las mismas preguntas. 

Cuando el doctor estaba a punto de dejar el pabellón, la señorita Tillie Mayard descubrió que estaba en un manicomio. Se acercó al doctor Field y le preguntó por qué la habían llevado ahí.

–¿Acabas de descubrir que estás en un manicomio? –le preguntó el doctor. 

–Sí, mis amigas me dijeron que me enviaban a un pabellón de convalecencia para que me trataran por una debilidad nerviosa, de la que sufro desde que enfermé. Quiero irme de este lugar cuanto antes.

–Bueno, no vas a salir de aquí pronto –dijo el doctor con una risita. 

–Si usted de verdad supiera algo –respondió ella–, se habría dado cuenta de que estoy perfectamente cuerda. ¿Por qué no me pone a prueba?

–Ya tenemos registro de todo lo que hay que saber –dijo el doctor, y dejó a la pobre chica condenada al manicomio, quizás de por vida, sin concederle la más mínima oportunidad de probar su cordura. 

La noche del domingo no fue sino una repetición de la del sábado. Toda la noche estuvimos despiertas debido a la charla de las enfermeras y a su pesada marcha por los pasillos sin alfombrar. La mañana del lunes nos dijeron que a la una y treinta nos trasladarían. Las enfermeras me interrogaron sin tregua sobre mi hogar y todas parecían compartir la idea de que yo tenía un amante que me había lanzado al mundo y que había destrozado mi cerebro. Por la mañana llegaron varios reporteros. Parecían incansables en sus esfuerzos por obtener algo nuevo. Sin embargo, la señorita Scott se negó a permitir que me vieran, lo cual le agradecí en mi fuero interno. Si hubieran tenido acceso a mi persona, lo más probable es que mi misterio se habría desvanecido, pues muchos de ellos me conocían de vista. El director O’Rourke vino para una última visita y charló un poco conmigo. Escribió su nombre en mi cuaderno, diciéndole a la enfermera que yo lo olvidaría todo en una hora. Sonreí y me dije que no estaba tan segura de ello. Otras personas pidieron verme, pero nadie me conocía ni podía proveer información sobre mí.

Llegó el mediodía. Me puse más y más nerviosa conforme se acercaba el momento de partir rumbo a la isla. Temía a cada nuevo visitante, angustiada ante la idea de que mi secreto fuera descubierto de último momento. Más tarde me dieron un chal, mi sombrero y mis guantes. Apenas y podía ponérmelos, pues tenía los nervios de punta. Al fin llegó el ayudante, y me despedí de Mary deslizándole “unos cuantos centavos” en la mano. “Dios te bendiga –dijo–; rezaré por ti. Anímate, cariño. Eres fuerte y saldrás de ésta.” Le dije que así lo esperaba y luego me despedí de la señorita Scott en español. El ayudante de aspecto rudo me agarró por ambos brazos y, entre guiándome y arrastrándome, me llevó hasta una ambulancia. Se había juntado un grupo de estudiantes y nos observaron con curiosidad. Yo me puse el chal en la cara y me hundí en el carro, agradecida. Las señoritas Neville y Mayard, y las señoras Fox y Schanz lo abordaron una tras otra detrás de mí. Un hombre se subió con nosotras, cerraron las puertas y la ambulancia salió por el portón con gran estilo, ¡rumbo al manicomio y la victoria! Las pacientes no hicieron ningún intento por escapar. El olor del aliento del ayudante era lo suficiente fuerte para infundirnos mareos. 

Cuando llegamos al muelle, se juntó tal cantidad de gente en torno a la ambulancia que tuvieron que llamar a la policía para que la apartara y pudiéramos subir al barco. Yo fui la última de la procesión. Me escoltaron por la rampa, y la fresca brisa trajo hasta mi rostro el aliento alcohólico del ayudante, haciéndome tambalear. Me llevaron a un camarote sucio, donde encontré a mis compañeras sentadas en una estrecha banca. Las pequeñas ventanas estaban cerradas y, con el olor del asqueroso cuarto, el aire se sentía denso. En un extremo del camarote había un pequeño catre en tal estado que tuve que taparme la nariz al acercarme a él. Allí acostaron a una chica enferma. Una vieja, con una cofia enorme y una cesta sucia llena de mendrugos y trozos de carne seca, completaba el cuadro de nuestra compañía. La puerta era custodiada por dos ayudantes femeninas. Una iba enfundada en un vestido de yute y la otra vestía como si se hubiera esmerado en tener estilo. Eran mujeres toscas y gordas, y escupían jugo de tabaco en el suelo con más destreza que encanto. Una de estas temibles criaturas parecía tener mucha fe en el poder de la mirada sobre los locos, pues, cuando alguna de nosotras se movía o se ponía en pie para mirar por la alta ventana, ella decía “siéntate” y fruncía el entrecejo, observándonos de un modo francamente terrorífico. Mientras vigilaban la puerta, charlaban con algunos hombres que había afuera. Departían sobre el número de pacientes y sobre sus propios asuntos de un modo que no era edificante ni refinado.

El barco se detuvo, y la vieja y la chica enferma se apearon. Al resto de nosotras nos dijeron que no nos moviéramos. En la siguiente parada bajaron mis compañeras, una por una. Yo fui la última, y al parecer hacía falta que un hombre y una mujer me condujeran hasta la rampa para alcanzar la orilla. Ahí esperaba una ambulancia, y dentro de ella había otras cuatro pacientes.

–¿Qué sitio es éste? –le pregunté al hombre que hundía sus dedos en mi brazo. 

–Es Blackwell’s Island, un lugar para alienados del que no saldrás nunca.

Después me metieron a empellones en la ambulancia, elevaron la escalerilla, subieron atrás un oficial y un cartero y, así, me llevaron con presteza hasta el Manicomio de Blackwell’s Island.


Capítulo VIII: En el manicomio

La ambulancia surcaba rauda las bellas praderas camino al manicomio mientras mi satisfacción por haber logrado el objetivo de mi trabajo se nublaba ante la mirada angustiada de mis compañeras. Pobres mujeres; no estaban nada ansiosas por llegar de inmediato. Las estaban llevando a una prisión, sin culpa alguna de su parte y, con toda seguridad, de por vida. En comparación, ¡cuánto más sencillo sería caminar hacia la horca que hacia esa tumba de horrores vivientes! La ambulancia apretó la marcha, y yo, al igual que mis camaradas, lancé una angustiosa mirada de despedida a la libertad mientras aparecían ante nosotras los largos edificios de piedra. Pasamos por una construcción baja, y el hedor era tan terrible que me vi obligada a contener el aliento; decidí, para mí misma, que aquello era la cocina. Luego me enteré de que mi suposición era acertada, y sonreí al ver el letrero al final de un andador: “Camino prohibido para los visitantes”. Creo que el letrero no sería necesario si se les permitiera aventurarse por el camino, especialmente en un día caluroso. 

La ambulancia se detuvo; en seguida, la enfermera y el oficial a cargo nos ordenaron que bajáramos. La enfermera añadió: 

–¡Gracias a Dios! Viajaron tranquilas. 

Obedecimos las órdenes de subir unas angostas escaleras de piedra, que con toda seguridad habían sido construidas pensando en personas que suben las escaleras de tres en tres. Me pregunté si mis compañeras sabían en dónde estábamos, así que le pregunté a la señorita Tillie Mayard:

–¿Dónde estamos?

–En el Manicomio de Blackwell’s Island –respondió con tristeza. 

–¿Está usted loca? –pregunté. 

–No –respondió ella–, pero como nos han mandado aquí, tenemos que estar tranquilas hasta que encontremos la forma de escapar. Aunque habrá pocas oportunidades si todos los doctores, como el doctor Field, se niegan a escucharme o a permitirme probar mi cordura. 

Nos condujeron a un estrecho vestíbulo y la puerta se cerró a nuestras espaldas. A pesar de la convicción de mi cordura y de la seguridad de que me dejarían partir en unos pocos días, mi corazón dio un vuelco. ¡Declarada loca por cuatro doctos médicos y encerrada tras los inmisericordes cerrojos y barrotes de un manicomio! Y no encerrada sola, sino acompañada, día y noche, de locas insensatas y parlanchinas; dormir con ellas, comer con ellas, ser considerada una de ellas era una posición difícil. Seguimos con timidez a la enfermera a lo largo del pasillo sin alfombrar hasta un salón repleto de las supuestas locas. Nos dijeron que nos sentáramos, y algunas de las pacientes nos hicieron sitio con amabilidad. Nos observaron inquisitivamente; una de ellas vino hasta mí y me preguntó:

–¿Quién te mandó aquí?

–Los doctores –respondí. 

–¿Y por qué? –insistió. 

–Bueno, dicen que estoy loca –admití. 

–¡Loca! –repitió ella con incredulidad–. No se te ve la locura en la cara. 

Esa mujer era demasiado astuta, concluí, y me alegré de tener que cumplir con las groseras órdenes de seguir a la enfermera para ir a ver al doctor. Por cierto, la enfermera, la señorita Grupe, tenía un agradable rostro germano; de no haber detectado en ella ciertas líneas de dureza en torno a la boca, podría haber esperado, como lo hicieron mis compañeras, un trato amable de su parte. Nos condujo a una pequeña sala de espera al final del pasillo y nos dejó solas ahí mientras ella seguía hasta una pequeña oficina que daba a aquella sala o recibidor. 

–Me gusta viajar en ambulancia –le dijo a un interlocutor invisible allí dentro–, le da una estructura al día. El interlocutor le respondió que el aire libre le sentaba bien, por lo que la enfermera volvió ante nosotras deshaciéndose en sonrisas y simpatía. 

–Ven aquí, Tillie Mayard –dijo. 

La señorita Mayard obedeció y, aunque no alcanzaba a ver el interior de la oficina, pude oírla defender su caso con amabilidad, pero con firmeza. Sus comentarios resultaron tan racionales como los más sensatos que hubiera oído en mi vida, y pensé que un buen médico no podría sino quedar impresionado con su historia. Le contó de su reciente enfermedad, de que sufría una debilidad nerviosa. Rogó que le aplicasen todos los exámenes de locura, si los había, y que le hicieran justicia. Pobre chica; ¡mi corazón se conmovió por ella! Decidí, ahí y entonces, que intentaría por todos los medios que mi misión beneficiara a mis sufridas hermanas; que mostraría al mundo cómo se las encerraba sin un examen exhaustivo. Sin una sola palabra de aliento o simpatía, la llevaron de vuelta a donde esperábamos sentadas. 

Condujeron a la señora Louise Schanz con el doctor Kinier, el galeno de turno. 

–¿Su nombre? –preguntó él en voz alta. 

Ella contestó en alemán, diciendo que no hablaba inglés ni podía comprenderlo. Sin embargo, cuando el doctor mencionó señora Louise Schanz, ella respondió “Yah, yah”. El médico continuó con otras preguntas, y cuando se dio cuenta de que ella no entendía una sola palabra en inglés, le dijo a la señorita Grupe:

–Usted es alemana, hable con ella por mí.

La señorita Grupe resultó ser una de esas personas que se avergonzaban de su nacionalidad, por lo que se negó, diciendo que apenas entendía unas pocas palabras de su lengua materna. 

–Sí que hablas alemán. Pregúntale a esta mujer a qué se dedica su esposo –y ambos se rieron como si se hubieran contado un chiste. 

–Sólo recuerdo unas cuantas palabras –protestó la enfermera, pero al final se las arregló para averiguar la ocupación del señor Schanz.

–A ver, ¿de qué te sirve mentirme? –preguntó el doctor, con una risa que disipó su rudeza. 

–No puedo hablar más –dijo ella, y no lo hizo.

Así fue como la señora Louise Schanz fue ingresada en el manicomio sin oportunidad de hacerse comprender. ¿Puede excusarse tal descuido, me pregunto, cuando hubiera sido tan fácil conseguir un intérprete? Si el confinamiento fuera sólo por unos días, una podría cuestionarse la necesidad. Pero he aquí a una mujer que es llevada sin su consentimiento desde el mundo libre al manicomio y no se le da ocasión de probar su cordura. Encerrada, quizás de por vida, tras los barrotes del manicomio, sin que siquiera le hayan dicho, en su idioma, por qué y para qué. Compárese este caso con el de un criminal, a quien se le dan todas las oportunidades de probar su inocencia. ¿Quién no preferiría ser un asesino y poner en riesgo la vida en vez de ser declarado demente, sin la esperanza de salir? La señora Schanz suplicó en alemán que le dijeran dónde estaba y rogó por su libertad. Con la voz entrecortada por los sollozos, la guiaron hasta nosotras sin hacerle caso.

Después, la señora Fox pasó también por ese débil y trivial examen, y volvió condenada de la oficina. Fue el turno de la señorita Annie Neville, y una vez más me dejaron para el final. Para entonces, ya me había decidido a actuar como actuaba en libertad, salvo que me negaría a decir quién era o dónde estaba mi casa.

Capítulo IX: Un ¿experto? trabajando

–Nellie Brown, el doctor quiere verte –me indicó la señorita Grupe. 

Entré y me dijeron que me sentara frente al escritorio del doctor Kinier. 

–¿Cómo te llamas? –me preguntó éste, sin alzar la vista. 

–Nellie Brown –repliqué con soltura. 

–¿Dónde vives? –inquirió, anotando mis respuestas en un gran cuaderno. 

–En Cuba.

–¡Aja! –exclamó, con un súbito entendimiento; luego, dirigiéndose a la enfermera, dijo–: ¿Vio algo en los periódicos sobre ella?

–Sí –fue la respuesta–, vi un largo artículo sobre esta chica en el Sun del domingo. 

Después, el doctor dijo:

–Manténgala aquí hasta que vaya a mi oficina y vea de nuevo la noticia.

Nos dejó ahí, y yo me despojé de mi sombrero y mi chal. Cuando volvió, dijo que no había podido encontrar el periódico, pero le relató la historia de mi debut, tal y como la había leído, a la enfermera. 

–¿De qué color son sus ojos?

La señorita Grupe me observó y respondió: 

–Grises –aunque todo el mundo había dicho siempre que mis ojos eran marrones o color avellana.

–¿Cuántos años tienes? –me preguntó el médico. 

Cuando le respondí “cumplí diecinueve en mayo”, se giró hacia la enfermera y dijo: 

–¿Cuándo le toca a usted el próximo pase? –deduje que se refería a un permiso o un “día libre”. 

–El próximo sábado –dijo ella, riéndose. 

–¿Irá al pueblo? 

Ambos se rieron mientras ella contestaba de manera afirmativa; luego, el doctor dijo:

–Mídala. Me paré bajo la cinta para medir, que la enfermera sostuvo firme sobre mi cabeza.

–¿Cuánto? –preguntó el doctor.

–Ya sabe que no sé decir cuánto –dijo ella. 

–Claro que sabe; vamos. ¿Altura?

–No sé, hay unos números ahí, pero no sabría decir.

–Usted puede. Fíjese y dígame.

–No puedo, hágalo usted mismo –y ambos se rieron de nuevo mientras el doctor dejaba su puesto en el escritorio y se acercaba para verlo él mismo. 

–Ciento sesenta y cinco centímetros, ¿no lo ve? –dijo, llevando la mano de la enfermera hasta tocar las cifras. 

Por su voz, deduje que seguía sin entender, pero eso no me incumbía, pues el doctor parecía hallar placer en ayudarla. Luego me pusieron en una báscula, y la enfermera maniobró hasta ajustar la balanza. 

–¿Cuánto? –preguntó el doctor, de vuelta ante su escritorio. 

“No sé. Tendrá que verlo usted mismo –replicó ella, llamándolo por su primer nombre, que ahora he olvidado. Él se volvió y, dirigiéndose a ella también por su nombre de pila, le dijo:

–¡Qué atrevida andas! –y ambos se rieron. 

Después, yo le dije mi peso a la enfermera –50.8 kilos–, y ella a su vez se lo dijo al médico.

–¿A qué hora vas a comer? –preguntó él, y ella contestó. 

El médico le ponía más atención a la enfermera que a mí y le hacía seis preguntas por cada una que me dirigía a mí. Finalmente, escribió mi destino en el libro que tenía enfrente. 

–No estoy enferma y no quiero quedarme aquí. Nadie tiene derecho a encerrarme de esta manera –dije. 

Él no pareció percatarse de mi comentario. Al terminar de escribir y de hablar por el momento con la enfermera, dijo que con eso terminábamos; luego, volví junto a mis compañeras en la sala de espera.

–¿Tocas el piano? –me preguntaron. 

–Sí, claro, desde que era chica –respondí. 

Insistieron entonces en que tocara y me sentaron en un banco de madera ante un viejo piano vertical. Toqué unas cuantas teclas, y el desafinado resultado me produjo un escalofrío.

–¡Qué horror! –exclamé, volviéndome hacia una enfermera, la señorita McCarten, quien estaba de pie a mi lado–. Nunca había tocado un piano tan desafinado.

–Qué lástima para ti –dijo ella con malicia–. Te tendremos que mandar a hacer uno nuevo. 

Empecé a tocar variaciones de “Home Sweet Home”. Las conversaciones cesaron y todas las pacientes escucharon en silencio, mientras mis dedos fríos se paseaban lenta y rígidamente sobre el teclado. Terminé sin mucho aspaviento y rechacé las peticiones de a seguir tocando. Como no vi ningún sitio libre para sentarme, me quedé en el banco del piano para “evaluar” mi entorno.

Era un salón largo y austero, con bancas amarillas alrededor. En esas bancas, tan rígidas e incómodas, cabían cinco personas, pero en casi todos los casos había seis apiñadas en ellas. Había ventanas con barrotes, ubicadas a un metro y medio del suelo más o menos, y en la pared opuesta, dos puertas dobles que daban al pasillo. El blanco desnudo de las paredes se interrumpía apenas con tres litografías, una de Fritz Emmet y las otras de espectáculos de minstrel negro. En el centro del salón había una larga mesa cubierta con una sábana blanca, y alrededor de ella se sentaban las enfermeras. Todo estaba rechinante de limpio, así que pensé que las enfermeras debían ser muy buenas trabajadoras para mantener todo en orden. Unos días más tarde, me reiría de mi propia estupidez de pensar que las enfermeras trabajaban. Cuando se dieron cuenta de que no seguiría tocando el piano, la señorita McCarten se me acercó y me pidió, con malos modos:

–Quítate de ahí –y azotó la tapa del piano.

–Brown, ven aquí –fue la siguiente orden que recibí de una mujer ruda y de cara rosada que estaba a la mesa–. ¿Qué llevas puesto?

–Mi ropa –respondí.

Ella me alzó el vestido y las faldas y señaló: un par de zapatos, un par de medias, un vestido de manta, un sombrero de paja, etcétera.

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Capítulo X: Mi primera cena

Terminada la examinación, escuchamos a alguien gritar: “Salgan al pasillo”. Una de las pacientes me explicó con amabilidad que esa era la invitación a cenar. Las recién llegadas intentamos actuar con propiedad, así que pasamos al pasillo y nos quedamos cerca de la puerta, donde todas las mujeres se apiñaban. ¡De qué manera temblábamos ahí paradas! Las ventanas estaban abiertas y una corriente de aire surcaba el pasillo. Las pacientes estaban moradas de frío, y los minutos se extendieron hasta convertirse en un cuarto de hora. Al fin, una de las enfermeras pasó delante nuestro y abrió la cerradura de una puerta, por la que nos apelotonamos todas al pasar hacia un descanso de la escalera. En este punto nos quedamos detenidas de nuevo, justo debajo de una ventana abierta. 

–Qué imprudencia de las ayudantes tener aquí a estas mujeres tan poco arropadas esperando en el frío –dijo la señorita Neville. 

Yo miré a las pobres y locas cautivas, y añadí, enfática: 

–Es horriblemente brutal. 

Mientras esperaban ahí, pensé que no lograría disfrutar la cena esa noche. Parecían tan perdidas y desesperanzadas. Algunas parloteaban sin sentido con personas invisibles, otras se reían o lloraban sin razón y una mujer mayor de pelo cano me hacía gestos de complicidad; entre guiños de ojo, asintiendo con la cabeza y con un penoso movimiento de manos y ojos, me aseguraba que no debía preocuparme por las pobres criaturas, ya que estaban todas locas. “Deténganse frente a la calefacción –nos ordenaron de pronto– y formen una fila de dos en dos.” “Mary, búscate una compañera.” “¿Cuántas veces te he dicho que te formes?” “Quédate quieta.” Entretanto, las otras pasaban, se dispensaban una serie de empellones y tirones, y a veces incluso bofetadas en las orejas. Después de esta tercera y última parada, nos condujeron hasta un largo y estrecho comedor, donde todas se apresuraron a agarrar mesa. 

La mesa se extendía a lo largo de la estancia, no tenía mantel y parecía poco acogedora. Las pacientes se sentaron en largos bancos sin respaldo, sobre los que tenían que encaramarse para alcanzar la mesa. A lo largo de ésta había grandes tazones llenos de una sustancia rosácea que las pacientes llamaban té. Junto a cada cuenco había un trozo de pan, cortado con tosquedad y untado con mantequilla. Acompañaba al pan un platito con cinco ciruelas pasas. Una mujer gorda se apresuró a tomar varios platitos de los que la rodeaban, vaciando su contenido en el suyo. Luego, mientras sujetaba su propio cuenco, levantó otro y se lo bebió de un trago. Lo mismo hizo con un segundo cuenco en menos tiempo del que me tardo en contarlo. De hecho, me divertí tanto con su éxito que, cuando miré mi propia ración, la mujer de enfrente, sin ni siquiera pedir permiso, cogió mi pan y me dejó sin nada. 

Otra paciente, al ver esto, me ofreció́ amablemente el suyo, pero lo rechacé con gratitud y me volví hacia la enfermera para pedirle más. Al arrojar un grueso trozo sobre la mesa, hizo un comentario sobre el hecho de que, si bien yo había olvidado dónde estaba mi casa, no había olvidado cómo comer. Probé el pan, pero la mantequilla sabía tan horrible que resultaba incomible. Una chica alemana de ojos azules que estaba en el lado opuesto de la mesa, me dijo que, si lo deseaba, podía comer pan sin mantequilla, y que muy pocas eran capaces de comérsela. Dirigí mi atención a las ciruelas pasas y descubrí que unas pocas serían demasiadas. Una paciente que estaba cerca me pidió que se las diera. Mi tazón de té era lo único que me quedaba. Lo probé, y con un sorbo tuve bastante. No tenía azúcar y sabía como si lo hubieran hervido en cobre. Estaba más soso que el agua. También el té se lo pasé a una paciente más hambrienta, a pesar de las quejas de la señorita Neville. 

–Tienes que forzarte a tragar la comida –dijo– o vas a enfermarte, y ve tú a saber si no acabas hasta loca en este lugar. Para estar bien de la cabeza hay que atender el estómago.

–Me es imposible comerme esto –repliqué, y, a pesar de sus ruegos, aquella noche no probé bocado. 

No les llevó mucho tiempo a las pacientes consumir todo lo que había de comestible en la mesa; luego, recibimos la orden de formar una fila en el pasillo. Cuando lo hicimos, se abrieron las puertas frente a nosotras y se nos pidió volver a la sala de estar. Muchas de las pacientes se apiñaron cerca de nosotras, y, tanto ellas como las enfermeras, me instaron de nuevo a tocar el piano. Para complacer a las pacientes, prometí tocar; la señorita Tillie Mayard cantaría. Lo primero que me pidió que tocara fue “Duérmete, niño”, y así lo hice. Ella la cantó con gran belleza.

Capítulo XI: En los baños

Después de algunas canciones más, nos dijeron que fuéramos con la señorita Grupe. Nos condujeron a un baño frío y húmedo, donde se me ordenó desvestirme. ¿Protesté? Bueno, nunca me he puesto tan seria en la vida como cuando les supliqué que no quería. Dijeron que, si no lo hacía yo misma, me obligarían a fuerza y no sería muy agradable. En ese momento vi a una de las mujeres más locas del pabellón, parada junto a la bañera, con un trapo grande y decolorado en las manos. Platicaba consigo misma y se reía de una manera que me pareció diabólica. Entonces supe lo que me harían. Me estremecí. Empezaron a desvestirme; una por una me arrancaron las prendas. Al final, no me quedaba más que una. “No me la quitaré”, dije con vehemencia, pero me la arrancaron. Lancé una mirada al grupo de pacientes que se había reunido a la entrada para observar la escena, y salté a la bañera con más energía que gracia. 

El agua estaba helada, así que una vez más comencé a protestar. ¡Qué inútil era! Supliqué para que, al menos, se fueran de ahí las pacientes, pero me ordenaron que callara. La mujer loca empezó a restregarme. No encuentro una mejor palabra que ésa para describir lo que hacía: restregarme. Con una pequeña olla de aluminio cogía un poco de jabón y me lo frotaba por todas partes, incluso en mi cara y mi hermoso pelo. Al final, ya no podía mirar ni hablar, aunque había rogado que no me tocaran el pelo. La vieja me frotaba, frotaba y frotaba, mientras hablaba consigo misma. Mis dientes castañeteaban y mis extremidades tenían la piel de gallina y estaban azules del frío. De repente, me cayeron tres cubetazos de agua en la cabeza –agua helada, insisto–, metiéndoseme en los ojos, las orejas, la nariz y la boca. Creo que sufrí como sufren los ahogados mientras me arrastraban, resoplando, temblando y estremeciéndome fuera de la bañera. Esta vez sí que parecía una loca. Alcancé a ver el indescriptible gesto en la cara de mis compañeras, que habían atestiguado mi destino y sabían que el suyo estaba por venir. Incapaz de controlarme ante el absurdo cuadro que representaba, estallé en una carcajada. Me metieron, chorreando agua, en unas enaguas cortas de franela de cantón rotuladas en un extremo, con grandes letras negras: “Asilo de Lunáticos B. I., P. 6.” Las letras significaban Blackwell’s Island, Pabellón 6.

Para entonces, la señorita Mayard ya se había desvestido. Por mucho que hubiese odiado mi reciente baño, habría aceptado otro igual con tal de ahorrarle a ella la experiencia. Imagínense sumergir a esa chica enferma en un baño frío cuando aquello me había provocado a mí, que nunca estuve enferma, un temblor como de fiebre amarilla. La escuché explicarle a la señorita Grupe que la cabeza le seguía doliendo por la enfermedad. Llevaba el pelo corto y casi todo se le había caído; por eso pidió que la mujer loca la restregase menos fuerte, pero la señorita Grupe dijo:

–No hay ningún riesgo de que te lastime. Cállate o te tocará peor suerte. La señorita Mayard se calló, y esa fue la última vez que la vi aquella noche.

Me llevaron a toda prisa a una habitación con seis camas; ya me había metido en una cuando alguien llegó a sacudirme, diciendo:

–Nellie Brown debe estar en una habitación a solas esta noche, pues supongo que es ruidosa.

Me condujeron a la habitación 28 y me dejaron ahí, intentando abrirme un hueco en la cama. Era una tarea imposible, pues estaba elevada por el centro e inclinada en ambos extremos. Al primer contacto, mi cabeza empapó toda la almohada y mis enaguas mojadas humedecieron un poco la sábana. Cuando apareció la señorita Grupe, le pregunté si podían darme un camisón. 

–No tenemos tal cosa en esta institución –dijo. 

–No me gusta dormir sin uno –respondí. 

–Pues me importa un bledo –dijo–, ahora estás en una institución pública y no puedes esperar que te den todo lo que quieres. Esto es caridad, y deberías agradecer lo que te damos.

–Pero el gobierno de la ciudad financia estos lugares –argüí –y le paga a la gente para que sea amable con las desafortunadas que llegamos aquí.

–Bueno, no deberías esperar ninguna amabilidad en este sitio, porque no vas a recibirla – dijo ella, y salió cerrando la puerta tras de sí. 

Su dormitorio

Debajo de mí había una sábana y un hule, y me cubría una sábana y una manta negra de lana. Nunca sentí nada tan molesto como la manta de lana cuando trataba de mantenerla sobre mis hombros para evitar que el frío se colara debajo. Cuando la jalaba hacia arriba, mis pies quedaban al descubierto; cuando la bajaba, mis hombros quedaban expuestos. No había en el cuarto absolutamente nada, excepto la cama y yo misma. Como habían cerrado la puerta, imaginé que me dejarían sola toda la noche, pero me llegó el sonido de dos mujeres marchando con pies pesados por el pasillo. Se detenían frente a cada puerta, la abrían y, unos momentos después, se oía que la cerraban de nuevo. Hicieron todo eso, a lo largo del pasillo y hasta llegar a mi puerta, sin esforzarse en lo más mínimo en guardar silencio. Ahí se detuvieron un instante; introdujeron la llave en la cerradura y la giraron. Observé a quienes estaban a punto de entrar, con sus vestidos a rayas blancas y marrones, abrochados con botones de latón, largos delantales blancos, un ancho cinturón en la cintura del que colgaban un montón de llaves, y pequeñas cofias blancas en la cabeza. Dado que iban vestidas como las asistentas diurnas, supe que eran enfermeras. La primera llevaba una linterna y dirigió su haz hacia mi rostro mientras le decía a su compañera:

–Ésta es Nellie Brown. 

Mirándola sin parpadear, pregunté:

–¿Quién es usted?

–La enfermera de noche, querida –respondió, y, deseándome que durmiera bien, salió y echó la llave detrás de ella. 

Varias veces durante la noche entraron a mi habitación. Aunque hubiera sido capaz de dormir, el sonido del cerrojo, el volumen de sus voces y su pesado caminar me hubieran despertado. 

No podía dormir, así que me quedé en la cama imaginándome los horrores que tendrían lugar si se incendiara el manicomio. Cada puerta estaba cerrada por separado y las ventanas tenían barrotes, de modo que era imposible escapar. Me parece que el doctor Ingram mencionó que, tan sólo en ese edificio, se alojan unas trescientas mujeres. Están encerradas entre una y diez ocupantes. Es imposible salir a menos que alguien abra esas puertas. Un incendio no es imposible, sino uno de los percances más probables. Si el edificio se incendiara, las carceleras o enfermeras no considerarían siquiera liberar a sus alienadas pacientes. Esto puedo demostrárselos a ustedes más adelante, cuando haga el recuento del trato cruel que les dispensaban a las pobres criaturas a su cargo. Como digo, en caso de incendio, no escaparía ni una docena de mujeres. Todas arderían hasta morir. Incluso si las enfermeras fueran amables, que no lo son, se requeriría más presencia de ánimo de la que poseen ese tipo de mujeres para enfrentarse a las llamas y poner en riesgo sus propias vidas mientras abren los cientos de puertas de las desquiciadas prisioneras. A menos que algo cambie, algún día tendrá lugar un horror inenarrable. 

Con relación a esta idea, sucedió un incidente divertido justo antes de que me soltaran. Estaba conversando con el doctor Ingram sobre muchas cosas y, al final, le dije lo que pensaba que ocurriría en caso de incendio. 

–Se espera que las enfermeras abran las puertas –dijo. 

–Pero usted sabe bien que no se quedarían a hacerlo –repliqué– y que estas mujeres morirían entre las llamas.

Él guardó un grave silencio, incapaz de contradecirme. 

–¿Por qué no lo modifican? –pregunté. 

–¿Qué puedo hacer? –inquirió–. Doy sugerencias hasta que mi cerebro se agota, pero ¿de qué sirve? ¿Qué haría usted? –preguntó volviéndose hacia mí, la chica declarada loca. 

–Bueno, insistiría en que instalen un sistema, como los he visto en otros sitios, donde al accionar una palanca al final del pasillo pueden abrirse todas las puertas de ese lado. Así, existiría alguna posibilidad de escape. Ahora mismo, con cada puerta cerrada por separado, no existe absolutamente ninguna.

El doctor Ingram se giró hacia mí con un gesto de ansiedad en su amable rostro, y me preguntó, muy despacio:

–Nellie Brown, ¿en qué institución ha estado internada antes de llegar aquí?

–En ninguna. En toda mi vida nunca he estado presa en ninguna institución, más allá del internado escolar.

–Entonces, ¿dónde vio ese sistema de cerrojos que describe?

Lo había visto en la nueva Penitenciaría Occidental de Pittsburg, en Pensilvania, pero no me atreví a decirlo. Nada más respondí:

–Ah, los vi en un lugar en donde estuve… como visitante, quiero decir.

–Existe un solo lugar, que yo conozca, donde tienen tales cerrojos –dijo con tristeza el doctor–, y es en Sing Sing.

La deducción era concluyente. Me reí a mandíbula batiente ante la acusación implícita e intenté asegurarle que nunca, hasta la fecha, había sido interna en la prisión de Sing Sing ni la había visitado siquiera. 

Justo cuando despuntaba la mañana, me quedé dormida. No pasó mucho tiempo antes de que me despertaran bruscamente y me ordenaran dejar la cama, mientras abrían la ventana y me arrancaban las mantas. Mi cabello seguía húmedo y un dolor me recorría toda, como si padeciese reumatismo. Tiraron unas ropas al suelo y me dijeron que me las pusiera. Pedí que me trajeran la mía, pero la enfermera que parecía estar a cargo, la señorita Grady, me dijo que me conformara con lo que me daban y que guardara silencio. Miré la ropa: una enagua hecha de rudo algodón oscuro y un vestido barato de percal blanco con una mancha negra. Me até los cordones de la falda y me puse el vestidito. Estaba confeccionado, como todos los que usaban las pacientes, con una cinta recta y ajustada cosida a una falda también recta. Al abotonarme la cinta me di cuenta de que la enagua era unos quince centímetros más larga que la falda y me senté en la cama un instante a reírme de mi propio aspecto. Ninguna mujer ha deseado tanto un espejo como yo en ese momento.

Vi pasar a las otras pacientes con prisa por el pasillo, así que decidí que no podía perderme lo que pudiera estar pasando. Éramos cuarenta y cinco pacientes en el Pabellón 6, y nos mandaron a todas al baño, donde sólo había dos toallas ásperas. Vi a ciertas pacientes con las más peligrosas erupciones cutáneas en todo el rostro secarse con las toallas; luego, vi a mujeres con la piel limpia usar esas mismas toallas. Fui a la bañera, me lavé la cara en el grifo abierto y mi enagua me sirvió de toalla.

Antes de que terminara mis abluciones, trajeron un banco al baño. Con peines en mano, entraron la señorita Grupe y la señorita McCarten. Nos dijeron que nos sentáramos en el banco y peinaron el cabello de cuarenta y cinco mujeres con ayuda de una paciente, dos enfermeras y seis peines. Al observar cómo peinaban las doloridas cabezas pensé que aquel era un tormento más con el que no había contado. La señorita Tillie Mayard tenía su propio peine, pero la señorita Grady se lo quitó. ¡Ay, ese peinado! Hasta entonces, nunca había entendido el significado de la expresión “Te voy a dar una buena jalada de pelos”, pero lo aprendí entonces. Me jalaron el pelo, todo enmarañado y húmedo por la noche previa, y, después de protestar en vano, apreté los dientes y soporté el dolor. Se negaron a darme mis pasadores, me recogieron el pelo en una trenza y lo amarraron con un trapo de algodón rojo. Mi flequillo rizado se negó a aplacarse, de forma que al menos algo quedó de mi antigua gloria.

Después fuimos a la sala de estar y busqué a mis compañeras. Al principio escruté en vano, incapaz de distinguirlas entre las demás pacientes, pero al cabo de un rato reconocí a la señorita Mayard por el pelo corto. 

–¿Cómo dormiste después de tu baño frío?

–Casi me congelo, pero fue el ruido lo que me mantuvo despierta. ¡Es horrible! Mis nervios ya estaban muy crispados antes de venir aquí, pensé que no iba a ser capaz de soportar la tensión.

Hice lo que pude por animarla. Pedí que nos dieran más ropa, al menos tanta como dicen las costumbres que las mujeres deben usar, pero me mandaron callar; dijeron que teníamos ya todo lo que pensaban darnos. 

Se nos había instado a despertar a las cinco y treinta y a las siete y quince nos dijeron que nos reuniéramos en el vestíbulo, donde se repitió la experiencia de la espera, como la noche previa. Cuando por fin entramos al comedor, encontramos un tazón de té frío, una rebanada de pan con mantequilla y un plato de avena con melaza para cada paciente. Tenía hambre, pero no me entraba la comida. Pedí pan sin mantequilla y me lo dieron. No puedo pensar en nada que tenga el mismo color sucio y renegrido. Estaba duro y en algunas partes no era más que masa seca. Encontré una araña en mi rebanada, así que no me la comí. Probé la avena con melaza, pero era incomible, así que me propuse, sin demasiado éxito, tragarme el té.

Cuando volvimos a la sala de estar, ordenaron a algunas mujeres que hicieran las camas, a otras las pusieron a fregar y otras más recibieron diversas labores para cubrir todo el trabajo del pabellón. No son las asistentes las que mantienen a la institución en forma para las pobres pacientes, como había creído, sino que son las propias pacientes quienes lo hacen todo, incluso limpiar los dormitorios de las enfermeras y ocuparse de su ropa.

A eso de las nueve y treinta, les dijeron a las nuevas pacientes, de las que yo formaba parte, que fueran a ver al doctor. Entré, y el coqueto y joven doctor que nos había visto el día de nuestra llegada examinó mis pulmones y mi corazón. Quien llevaba el reporte, si no me equivoco, era el asistente del superintendente, Ingram. Tras unas cuantas preguntas, me permitieron volver a la sala de estar. 

Al llegar, vi a la señorita Grady con mi cuaderno y mi lápiz de mina larga, comprado especialmente para la ocasión. 

–Quiero mi libro y mi lápiz –dije, con toda sinceridad–. Me ayuda a recordar cosas. 

Estaba muy ansiosa por tenerlo en mis manos para tomar notas, y me decepcioné cuando me dijo:

–No te lo voy a dar, así que cállate.

Unos días después, le pregunté al doctor Ingram si me lo podía devolver, y él prometió considerar el asunto. Cuando me referí de nuevo al tema, me dijo que la señorita Grady le había dicho que yo sólo había llevado conmigo un libro, que no tenía ningún lápiz. Me sentí confrontada e insistí en que sí lo tenía, tras lo cual me aconsejó que combatiera las imaginaciones de mi cerebro. 

Cuando las pacientes terminaron las labores domésticas, y puesto que era un día soleado, aunque frío, nos dijeron que saliéramos al vestíbulo y nos pusiéramos los chales y sombreros para dar un paseo. ¡Pobres pacientes! Qué deseosas estaban de respirar aire fresco; cuánto ansiaban un breve descanso de su prisión. Salieron a toda prisa al vestíbulo y hubo una escaramuza por los sombreros. ¡Y qué sombreros!


Capítulo XII: De paseo con las lunáticas

Nunca olvidaré mi primer paseo. Cuando todas las pacientes se habían puesto los sombreros blancos de paja, como los que llevan los bañistas en Coney Island, no pude evitar reírme ante sus cómicos aspectos. No podía distinguir a una mujer de otra. Perdí a la señorita Neville y tuve que quitarme el sombrero para buscarla. Cuando nos encontramos, nos pusimos los sombreros y nos reímos la una de la otra. Hicimos una fila de dos en dos y, custodiadas por las asistentes, salimos por la puerta trasera hacia nuestro paseo. 

No habíamos avanzado mucho cuando distinguí, provenientes de todas partes, largas filas de mujeres custodiadas por enfermeras. ¡Cuántas eran! Por donde mirara, las veía en sus extraños vestidos, sus cómicos sombreros y sus chales, marchando por ahí muy despacio. Miré con pasmo las filas que pasaban y un escalofrío de terror se apoderó de mí ante el espectáculo. Ojos vacuos, rostros sin conciencia y lenguas articulando insensateces. Pasó un grupo y percibí, tanto por el olfato como por la vista, que estaban terriblemente sucias. 

–¿Quiénes son ellas? –le pregunté a una paciente que tenía cerca. 

–Se las considera las más violentas de la isla –me contestó–. Son de la Cabaña, el primer edificio de escalones altos. 

Algunas iban gritando, otras maldiciendo y unas más cantaban, rezaban o predicaban, según dictara su capricho; conformaban el grupo de seres humanos más miserable que hubiera visto en mi vida. Cuando el estruendo de su paso se desvaneció en la distancia, llegó otra visión que nunca olvidaré:

Una larga cuerda de cable amarrada a unos anchos cinturones de cuero, y dichos cinturones amarrados en torno a las cinturas de cincuenta y dos mujeres. Al final de la cuerda había un pesado carro de metal, y en él dos mujeres: una cuidaba de su pie adolorido; la otra le gritaba a una enfermera: “Me voy a acordar si me pegas. Me quieres matar”; luego, sollozaba y chillaba. Cada una de las mujeres “de la cuerda”, como las llamaban las pacientes, estaba ocupada con sus locuras individuales. Algunas gritaban sin descanso. Una de ellas, de ojos azules, me vio observándola y se giró hacia mí todo lo que pudo, hablando y sonriendo, con una mirada terrible, espantosa, de absoluta demencia estampada en el rostro. Los médicos podían juzgar su caso sin temor a equivocarse. El horror de esa visión para alguien que nunca había estado cerca de una persona demente fue algo inenarrable. 

–¡Que Dios las ampare! –suspiró la señorita Neville–. Es tan horrible que no puedo ver.

Pasaron de largo, pero otras ocuparon sus lugares. ¿Pueden imaginar esa visión? De acuerdo con los médicos, hay 1600 mujeres locas en Blackwell’s Island. 

¡Locas! ¿Hay algo que se le acerque en horror a eso? Mi corazón se estremeció de pena cuando vi a una mujer anciana, de pelo cano, hablando como perdida hacia la nada. Una mujer llevaba una camisa de fuerza y otras dos tenían que arrastrarla. Tullidas, ciegas, viejas, jóvenes, hogareñas y bonitas; una masa humana sin sentido. No hay peor destino que aquel. 

Miré los bellos jardines, que creí reconfortantes para las pobres criaturas confinadas en la isla, y me reí de mis propias ideas. ¿Cómo podrían disfrutarlos? No se les permite tocar el césped; sólo está ahí para contemplarlo. Vi a algunas pacientes que recogían con impaciencia y cuidado una nuez o una hoja que había caído en su camino, pero no se les permitía conservarlas. Las enfermeras siempre las instaban a tirar aquellos pedacitos de consuelo divino. 

Reclusas tranquilas de paseo

Al pasar por un pabellón bajo, donde estaban recluidas incontables lunáticas, leí un lema inscrito en el muro: “Mientras haya vida, hay esperanza”. Lo absurdo del mensaje me golpeó con una auténtica sacudida. Me hubiera gustado escribir sobre las rejas que conducen al manicomio: “Aquella que entre debe dejar afuera la esperanza”. 

Durante el paseo me molestaron mucho las enfermeras que habían oído mi romántica historia y llamaban a las que estaban a cargo de nosotras para preguntar cuál era yo. Me señalaron una y otra vez. 

No pasó mucho antes de la hora de la cena, y yo tenía tanta hambre que sentí que podía comer cualquier cosa. Se repitió el mismo cuento de siempre: esperar tres cuartos de hora en el vestíbulo antes de sentarnos a la mesa. Los tazones donde nos servían el té contenían ahora sopa, y en un plato había una fría papa hervida y un trozo de res –el cual, tras una rápida inspección, resultó estar un poco rancio–. No había tenedores ni cuchillos, y las pacientes tenían un aspecto bastante salvaje al tomar el trozo de carne con los dedos y tirar de él sosteniéndolo con los dientes. Aquéllas con mala dentadura, o sin ella, no podían comerlo. Nos dieron una cuchara para la sopa, y un mendrugo era el último platillo. No se permitían nunca la mantequilla ni el té a la hora de la cena. La señorita Mayard no pudo comer, y vi a muchas de las alienadas volver el rostro con asco. La falta de alimentos me había debilitado y traté de comerme el trozo de pan. Tras un par de mordidas, el hambre hizo lo suyo y logré comérmelo entero, salvo por la corteza de esa única rebanada. 

El superintendente Dent recorría el comedor, repartiendo ocasionales “¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes hoy?” aquí y allá entre las pacientes. Su voz era tan fría como el vestíbulo, y las pacientes no se movieron un ápice para comunicarle sus sufrimientos. Les pedí a algunas que contaran cómo las afectaba el frío y la escasez de ropa, pero me contestaron que la enfermera las golpearía si hablaban. 

Nunca había sentido un cansancio tal como el que experimenté en aquellos bancos. Varias de las pacientes se sentaban sobre un pie o de lado para cambiar la postura, pero siempre las regañaban y les ordenaban que se enderezaran. Si hablaban, las regañaban y les decían que se callaran; si querían caminar para estirar un poco las piernas, les decían que se sentaran y se quedaran quietas. Además de la tortura, ¿qué otra cosa produciría demencia más rápido que tales tratos? He aquí un grupo de mujeres enviadas allí para su cura. Me gustaría que esos médicos expertos que condenan mis acciones, con las que puse en duda su profesionalismo, tomen a una mujer perfectamente cuerda y saludable, la encierren y la hagan sentarse desde las seis de la mañana a las ocho de la noche en bancos de respaldo recto, sin permitirle hablar ni moverse durante esas horas, sin darle nada que leer ni permitirle saber nada sobre el mundo y sus asuntos, dándole mala comida y un trato cruel, y que vean cuánto tarda en volverse loca. Dos meses bastarían para convertirla en un desastre físico y mental. 

He descrito mi primer día en el manicomio, y como los otros nueve fueron justo iguales en el sentido general de cómo ocurrieron las cosas, resultaría cansino relatar cada uno. Al ofrecer esta historia, espero que me contradigan muchos de los que se vean expuestos. Tan solo estoy contando, en palabras comunes y sin exageración, mi vida en un manicomio durante diez días. La comida fue una de las cosas más terribles, salvo los primeros dos días de mi estancia en el manicomio, nunca hubo sal para los alimentos. Las mujeres, hambrientas e incluso famélicas, intentaban comerse aquellos menjunjes. Le ponían mostaza y vinagre a la carne y a la sopa para que tuvieran sabor, pero sólo empeoraban. Aun eso se terminó al cabo de dos días, y las pacientes se vieron obligadas a intentar tragar pescado, hervido sin más en agua, sin sal, pimienta o mantequilla; cordero, ternera y papas sin el más mínimo condimento. Las más alienadas se negaban a tragarse la comida y eran amenazadas con castigos. En nuestras cortas salidas pasamos por la cocina donde se preparaba la comida para las enfermeras y los médicos. Allí vislumbramos melones y uvas y toda clase de frutas, hermoso pan blanco y buenas carnes, y la sensación de hambre se multiplicó por diez. Hablé con algunos de los médicos, pero no surtió efecto, y cuando me fui de aquel lugar la comida seguía sin tener sal.

Mi corazón se estremecía al ver a las pacientes enfermarse cada vez más en la mesa. Vi a la señorita Tillie Mayard tan repentinamente derrotada por un bocado, que tuvo que salir corriendo del comedor y más tarde recibió una reprimenda por ello. Cuando las pacientes se quejaban de la comida, les decían que se callaran, que no les iría tan bien si estuvieran en su casa, y que aquello era demasiado bueno para pacientes de la beneficencia. 

Una chica alemana, Louise –he olvidado su apellido–, dejó de comer por varios días y, al final, una mañana desapareció. Por la conversación de las enfermeras descubrí que padecía una fiebre intensa. ¡Pobrecita! Me dijo que rezaba sin descanso por su propia muerte. Vi cómo las enfermeras obligaban a otra paciente a llevar a la habitación de Louise la comida que las enfermas rechazaban. ¡Imagínense llevarle eso a una paciente con fiebre! Por supuesto, la rechazó. Luego vi que una enfermera, la señorita McCarten, fue a tomarle la temperatura y regresó para informar que tenía 65 °C. Sonreí ante el informe, y la señorita Grupe, al verme, me preguntó qué tan alta fiebre había llegado a tener yo. Me negué a contestar. La señorita Grady decidió probar su habilidad. Volvió para informar que la paciente en realidad tenía 37.5 °C de temperatura.

La señorita Tillie Mayard sufría más que todas nosotras con el frío y aun así intentó seguir mi consejo de mantener una buena actitud y resistir durante un breve periodo. El superintendente Dent trajo a un hombre a verme. Éste me tomó el pulso y me examinó la cabeza y la lengua. Les comenté que hacía mucho frío ahí y les aseguré que no necesitaba ayuda médica, pero que la señorita Mayard sí la requería y que debían atenderla a ella. No me contestaron, aunque me alegró ver a la señorita Mayard dejar su sitio y avanzar hacia ellos. Habló con los médicos y les dijo que estaba enferma, pero no le prestaron atención. Llegaron las enfermeras y la arrastraron hacia el banco, y cuando se fueron los doctores, dijeron: “Después de un tiempo, verás que los médicos dejarán de verte, y tú dejarás de correr hacia ellos”. Antes de que los médicos me dejaran, oí a uno decir –no recuerdo con exactitud sus palabras– que mi pulso y mis ojos no eran los de una chica loca, pero el superintendente Dent le aseguró que en casos como el mío las pruebas fallaban. Tras observarme por un tiempo, dijo que mi rostro era el más inteligente que había visto en una lunática. Las enfermeras llevaban ropa interior y batas gruesas, pero se negaron a darnos chales. 

Casi toda la noche oí a una mujer chillando de frío y rogándole a Dios que la dejara morir. Otra noche, alguien gritó “¡Asesina!” a intervalos regulares, alternando con “¡Policía!”, hasta que se me puso la piel de gallina.

La segunda mañana, una vez empezada nuestra inacabable rutina, dos de las enfermeras, asistidas por algunas pacientes, arrastraron a la mujer que había pasado la noche previa rogándole a Dios que se la llevara. No me sorprendió su plegaria. Parecía tener por lo menos setenta años y estaba ciega. Aunque los salones estaban helados, aquella anciana no tenía más ropa que el resto de nosotras, la cual ya he descrito. La llevaron a la sala de estar y la pusieron en una de aquellas duras bancas, mientras ella gritaba:

–Ay, ¿qué me están haciendo? Tengo frío, mucho frío. ¿Por qué no puedo quedarme en la cama o que me den un chal? 

Luego se ponía en pie y se aventuraba a deambular por la habitación. A veces las asistentes la jaloneaban de regreso a la banca y otras la dejaban caminar y se reían descorazonadamente cuando chocaba con una mesa o contra el borde de las bancas. En una ocasión, dijo que los pesados zapatos que le daba la beneficencia le lastimaban los pies y se los quitó. Las enfermeras obligaron a dos pacientes a ponérselos de nuevo, pero ella repitió la acción varias veces, luchando por quitárselos una y otra vez, hasta que llegué a contar siete personas tratando de ponerle los zapatos al mismo tiempo. Entonces, la anciana intentó acostarse en la banca, pero la hicieron sentarse de nuevo. Era tan penoso escuchar su llanto: 

–Ay, denme una almohada y pónganme las mantas encima, tengo mucho frío.

En ese momento, vi a la señorita Grupe sentarse sobre la vieja y pasarle las manos frías por la cara y dentro del cuello de su vestido. Ante los chillidos de la vieja, la enfermera se rio salvajemente, al igual que el resto de sus compañeras, y repitió aquella crueldad. Aquel día se llevaron a la anciana a otro pabellón. 


Capítulo XIII: Asfixia y golpes a las pacientes

La señorita Tillie Mayard sufría mucho con el frío. Una mañana, estaba sentada a mi lado en la banca y la vi lívida del frío. Sus extremidades temblaban y sus dientes castañeteaban. Le hablé a tres asistentes que estaban sentadas con sus abrigos puestos ante la mesa, en el centro del cuarto. 

–Es cruel encerrar a las personas y luego matarlas de frío –dije. 

Me contestaron que tenía tanta ropa como el resto de nosotras, y que no le darían más. Justo entonces, la señorita Mayard tuvo un ataque y todas las pacientes parecieron asustarse. La señorita Neville la contuvo entre sus brazos, pero las enfermeras dijeron con brusquedad:

–Déjala que se caiga al suelo, eso le dará una lección. 

La señorita Neville les dijo lo que pensaba de sus acciones; luego, yo recibí instrucciones de presentarme en la oficina. 

Al llegar ahí, el superintendente Dent me recibió en la puerta; le dije cuánto sufríamos por el frío y le conté de la condición de la señorita Mayard. Sin duda, hablé de forma incoherente, pues mencioné el estado de la comida, el trato de las enfermeras y su negativa a darnos más ropa, la condición de la señorita Mayard y el que las enfermeras nos decían que, dado que el manicomio era una institución pública, no podíamos esperar ni siquiera amabilidad. Le aseguré que yo no necesitaba de ninguna ayuda médica y le dije que fuera a ver a la señorita Mayard. Me hizo caso. Por la señorita Neville y otras pacientes supe lo que pasó luego. La señorita Mayard seguía a mitad de su ataque, y el doctor la agarró con firmeza a la altura de las cejas, más o menos, y la pellizcó hasta que su rostro se puso colorado por el flujo de sangre a la cabeza; entonces, ella volvió en sí. Todo el día siguiente, la señorita Mayard sufrió de un terrible dolor de cabeza y, a partir de ese momento, su condición empeoró. 

¿Loca? Sí, loca; y mientras observaba cómo la locura se adueñaba despacio de una mente que parecía haber estado bien, maldije en secreto a los doctores, a las enfermeras y a todas las instituciones públicas. Alguno dirá que ya estaba loca desde antes de que la ingresaran en el manicomio. De ser así, ¿era ése el lugar indicado para mandar a una mujer convaleciente, para que le suministraran baños helados, la privaran de abrigo suficiente y la alimentaran con una comida asquerosa?

Esa mañana tuve una larga conversación con el doctor Ingram, el asistente del superintendente del manicomio. Me pareció que era amable con los desvalidos seres a su cargo. Comencé con mi vieja queja del frío, y él llamó a la señorita Grady a la oficina y ordenó que se les diera más ropa a las pacientes. Más tarde, la señorita Grady me dijo que, si iba por ahí contando todo, pagaría las consecuencias y que me lo advertía a tiempo.  

Muchos visitantes en busca de chicas perdidas pedían verme. Un día, la señorita Grady gritó desde la puerta del pasillo:

–Nellie Brown, te buscan.

Fui hasta la sala de estar al final del pasillo y reconocí a un caballero al que había conocido íntimamente por muchos años. Por la manera en que empalideció de golpe y por su incapacidad para decir palabra, supe que mi visión le había resultado del todo inesperada y lo había conmocionado de manera terrible. En un instante decidí que, si él me delataba como Nellie Bly, yo diría que no lo había visto nunca en mi vida. Sin embargo, tenía una carta bajo la manga y decidí jugarla. La señorita Grady estaba a tiro de piedra de nosotros, pero susurré al oído de aquel hombre, en un lenguaje más expresivo que elegante: 

–No me delates.

Supe por su expresión que me había comprendido, así que le dije a la señorita Grady:

–No conozco a este hombre.

–¿La conoce usted? –preguntó la señorita Grady. 

–No, ésta no es la joven que estoy buscando –contestó él, con una voz tensa. 

–Si no la conoce, no puede permanecer aquí –dijo la señorita Grady, y lo acompañó a la puerta. De repente, me invadió el temor de que él creyera que me habían mandado allí por equivocación y les dijera a mis amigos que intentaran liberarme. Así que esperé hasta que la señorita Grady abrió la cerradura. Sabía que ella tendría que cerrarla antes de irse, y el tiempo que le llevaría hacerlo me daría oportunidad de hablar, así que dije:

–Un momento, señor –él se giró hacia mí y yo pregunté en voz alta–: ¿Habla usted español, señor? –luego susurré–: Está bien. Estoy trabajando en algo. No hagas nada. 

–No –dijo él, con un énfasis particular que me hizo saber que guardaría mi secreto. 

La gente libre no puede imaginarse la duración de los días en los manicomios. Parecían interminables, y celebrábamos cualquier acontecimiento que nos diera algo en qué pensar, así como algo de lo que hablar. No hay nada que leer, así que el único tema de conversación que nunca se agota es el de las exquisitas comidas que las internas se zamparán tan pronto como salgan. Esperábamos con ansiedad la hora de llegada del barco para ver si había nuevas infelices que se sumaran a nuestras filas. Cuando éstas llegaban y las guiaban hasta la sala de estar, las pacientes expresaban simpatía por ellas y no podían esperar el momento de dispensarles pequeñas muestras de atención. El Pabellón 6 era el pabellón de bienvenida; por ello, veíamos a todas las recién llegadas. 

Poco después de mí, llegó una chica llamada Urena Little-Page. Había nacido tonta y así seguía, y su punto débil, como el de cualquier mujer sensible, era su edad. Decía tener dieciocho años y se enojaba mucho si alguien la contradecía en este punto. Las enfermeras no tardaron en percatarse de ello, y empezaron a molestarla. 

–Urena –decía la señorita Grady–, los médicos dicen que tienes treinta y tres en vez de dieciocho –y las otras enfermeras se reían. 

Seguían así hasta que la simple criatura empezaba a gritar y llorar, diciendo que quería irse a casa y que todo el mundo la trataba mal. Una vez que se divertían a expensas de ella todo lo posible, y que ella lloraba sin consuelo, comenzaban a reñirla y a decirle que se callara. Ella se ponía cada vez más histérica, hasta que saltaban sobre ella, la abofeteaban y le golpeaban la cabeza de forma contundente. Esto hacía que la pobre criatura chillara aún más, así que la ahorcaban. Sí, en verdad la ahorcaban. Luego, la arrastraban hasta un armario, y yo oía cómo se iban ahogando sus gritos de terror. Después de varias horas de ausencia, regresaba a la sala de estar y yo veía bien claras las marcas de los dedos en su cuello por el resto del día.

Este castigo pareció despertar el deseo de administrar otros. Las enfermeras volvieron a la sala de estar y agarraron a una anciana canosa a la que oí que llamaban tanto señora Grady como señora O’Keefe. Estaba loca y hablaba casi todo el tiempo consigo misma y con quienes la rodeaban. Nunca hablaba en voz muy alta, y en el momento al que me refiero estaba sentada tranquilamente, platicando sola. La agarraron y mi corazón se estremeció cuando la oí gritar:

–Por el amor de Dios, señoritas, no permitan que me golpeen.

–¡Cállate, desvergonzada! –dijo la señorita Grady, que jalaba del pelo cano a la mujer y la arrastraba mientras ella chillaba y suplicaba fuera de la sala. También la llevaron al armario; sus gritos se fueron apagando poco a poco y luego cesaron. 

Las enfermeras volvieron a la sala y la señorita Grady comentó que había “aplacado a la vieja tonta por un rato”. Les conté el incidente a algunos de los médicos, pero no prestaron ninguna atención al tema. 

Uno de los personajes del Pabellón 6 era Matilda, una viejecita alemana que, según creo, se volvió loca a raíz de perder dinero. Era pequeña y tenía una bella tez rosada. No daba muchos problemas, más que de vez en cuando. A veces se ponía a hablar por los calefactores de vapor o se subía a una silla y se asomaba a las ventanas. En esas conversaciones, arremetía contra los abogados que le habían quitado su propiedad. Las enfermeras parecían divertirse mucho burlándose de aquella vieja alma inofensiva. Un día me senté junto a la señorita Grady y la señorita Grupe, y las escuché decirle cosas muy viles que ella, a su vez, debía decirle a la señorita McCarten. Después de pedirle que dijera tales cosas la enviaban con la otra enfermera, pero Matilda demostró que, incluso en su estado, tenía más sentido común que ellas. 

–No puedo decirle. Es algo privado –decía, sin más. 

Vi cómo la señorita Grady, con el pretexto de susurrarle algo, le escupía en la oreja. Matilda se limpió la oreja en silencio y no dijo nada.


Capítulo XIV: Algunas historias desafortunadas

Para entonces, había conocido ya a la mayoría de las cuarenta y cinco mujeres del Pabellón 6. Permítanme presentarles a algunas. Louise, la bonita chica alemana de la que antes conté que tuvo fiebre, tenía el delirio de que los espíritus de sus padres la acompañaban.

–He recibido muchas golpizas de la señorita Grady y de sus asistentes –me dijo–, y soy incapaz de tragarme la horrible comida que nos dan. No debería verme obligada a congelarme por falta de ropa adecuada. Rezo todas las noches para que me lleven con papá y mamá. Una noche, cuando estaba confinada en Bellevue, vino el doctor Field; yo estaba en cama y cansada del examen. Al fin, le dije: “Estoy cansada de esto. No hablaré más”. “¿No lo harás? –dijo él, enfadado–. Veré si puedo obligarte.” Plantó su muleta junto a la cama y, subiéndose a ella, me dio un fuerte pellizco en las costillas. Di un salto en la cama y le pregunté: “¿Qué pretende con eso?”. “Quiero enseñarte a obedecer cuando te hablo”, me contestó. ¡Si tan sólo pudiera morirme e irme con papá! 

Cuando me fui estaba postrada en cama con fiebre; tal vez a estas horas se haya cumplido al fin su deseo. 

Hay una francesa recluida en el Pabellón 6, o al menos lo estuvo durante mi estancia, de quien creo con firmeza que está por completo cuerda. La observé y hablé con ella todos los días, excepto los tres últimos, y no pude encontrar en ella ningún delirio o manía. Se llama Josephine Despreau, si es que así se escribe, y su marido y todos sus amigos están en Francia. Josephine lamenta profundamente su situación; le tiemblan los labios y rompe a llorar cuando habla de su desamparo. 

–¿Cómo llegaste hasta aquí? –le pregunté. 

–Una mañana, mientras intentaba desayunar, me puse muy enferma. La mujer de la casa llamó a dos agentes y me llevaron a la comisaría. Fui incapaz de entender sus procedimientos y prestaron poca atención a mi historia. Todo en este país era nuevo para mí, y antes de que me diera cuenta ya estaba internada como demente en este manicomio. Cuando llegué, lloré porque estaba aquí sin esperanza de liberación, y, por llorar, la señorita Grady y sus ayudantes me asfixiaron hasta que me lastimaron la garganta, y me duele desde entonces.

Una linda joven hebrea hablaba tan poco inglés que sólo pude enterarme de su historia por lo que me contaron las enfermeras. Me dijeron que se llamaba Sarah Fishbaum y que su marido la había internado en el manicomio porque a ella le gustaban otros hombres. Concediendo que Sarah estaba loca, y por los hombres, permítanme contarles cómo trataban de “curarla” las enfermeras. La llamaban y le decían:

–¿Sarah, ¿no te gustaría estar con un guapo joven?

–Oh, sí, un joven estaría bien –respondía Sarah con las pocas palabras en inglés que conocía.

–Bueno, Sarah, ¿no quieres que hablemos de ti con algunos de los doctores? ¿No te gustaría estar con uno de ellos?

Y entonces le preguntaban a qué médico prefería y le aconsejaban insinuársele cuando éste visitara el pabellón, y otras cosas por el estilo. 

Estuve también observando a una mujer de tez clara y hablando con ella durante varios días, y no podía comprender por qué la habían mandado ahí, pues parecía del todo cuerda. 

–¿Por qué estás aquí? –le pregunté un día, después de haber mantenido una larga conversación con ella. 

–Estuve enferma –me contestó. 

–¿Estás enferma mentalmente? –insistí. 

–Ah, no, ¿qué te dio semejante idea? Estuve trabajando demasiado y tuve una crisis. Como tenía ciertos problemas familiares y no tenía dinero ni a dónde ir, solicité a los funcionarios que me mandaran a un asilo de pobres hasta que pudiera trabajar de nuevo.

–Pero no mandan aquí a las pobres a menos que estén locas –dije–. ¿No sabes que sólo envían aquí a las mujeres alienadas, o a las que se supone que lo son?

–Cuando llegué, me di cuenta de que la mayoría de estas mujeres estaban locas, pero luego les creí cuando me dijeron que aquí enviaban a toda la gente pobre que solicita ayuda del Estado, como yo lo había hecho.

–¿Cómo te han tratado? –pregunté. 

–Bueno, hasta ahora me he salvado de las golpizas, aunque me han indignado las muchas que he presenciado y otras tantas que me contaron. Cuando me trajeron aquí, me llevaron a darme un baño, aunque la misma enfermedad por la que necesitaba atención y de la que aún sufría, exigía que no me bañara. Pero me metieron de todas formas y mis sufrimientos aumentaron muchísimo en las semanas subsecuentes.

La señora McCartney, cuyo esposo es sastre, parece por completo racional y no tiene ni un capricho. Mary Hughes y la señora Louise Schanz no mostraron ningún rasgo evidente de locura. 

Un día, se añadieron dos recién llegadas a nuestro elenco. Una de ellas era idiota, Carrie Glass, y la otra era una atractiva chica alemana –parecía bastante joven, y cuando llegó todas las pacientes empezaron a hablar de su linda apariencia y su aparente cordura–. Se llamaba Margaret. Me dijo que había sido cocinera y que era muy pulcra. Un día, después de que había fregado el piso de la cocina, las meseras bajaron y lo ensuciaron a propósito. Se exaltó y empezó a pelear con ellas; entonces alguien llamó a la policía y se la llevaron al manicomio. 

–¿Cómo pueden decir que estoy loca, sólo porque me dejé llevar por mi mal genio? –se quejó–. A otras personas no las encierran por locas cuando se enojan. Supongo que lo único que puedo hacer es quedarme callada para evitar las palizas que veo que otras reciben. Nadie puede decir nada sobre mí. Hago todo lo que se me dice y cumplo con el trabajo que me dan. Soy obediente en todo y hago cuanto sea posible para probar que estoy cuerda.

Otro día trajeron a una mujer loca. Hacía mucho ruido, y la señorita Grady le dio una paliza que le dejó un moretón en el ojo. Cuando los médicos lo notaron y le preguntaron si se lo había hecho antes de llegar, las enfermeras dijeron que así había sido. 

Mientras estuve en el Pabellón 6 nunca escuché a las enfermeras dirigirse a las pacientes, salvo para regañarlas o gritarles, además de para molestarlas. Pasaban buena parte del día chismeando sobre los médicos y sobre las otras enfermeras de una forma que no resultaba edificante. La señorita Grady salpicaba casi siempre su discurso con malas palabras, y, en general, comenzaba sus oraciones invocando en vano el nombre del Señor. Los insultos que dispensaba a las pacientes eran del más bajo y profano estilo. Una noche, mientras cenábamos, discutió sobre el pan con otra enfermera, y cuando la enfermera se fue, la insultó e hizo comentarios desagradables sobre ella. 

Por las noches, una mujer, que supuse que era la cocinera en jefe de los médicos, solía llevarles pasas, uvas, manzanas y galletas a las enfermeras. Imagínense el sentimiento de las famélicas pacientes ahí sentadas, viendo a las enfermeras comerse lo que para ellas era un sueño inalcanzable.

Una tarde, el doctor Dent y una paciente, la señora Turney, hablaron sobre cierto problema que esta última había tenido con una enfermera o matrona. Al poco tiempo, nos llevaron a cenar, y la mujer que le había dado una paliza a la señora Turney, y de la que yo había hablado con el doctor Dent, se sentó a la entrada del comedor. De pronto, la señora Turney tomó su tazón de té y, corriendo disparada hacia la puerta, se lo lanzó a la mujer que le había pegado. Al día siguiente la transfirieron “al grupo de la cuerda”, en teoría compuesto por las mujeres más peligrosas y suicidas de la isla. 

Al principio no pude dormir y no tenía intención de hacerlo mientras pudiera enterarme de las novedades. Puede que las enfermeras nocturnas se quejaran de ello. En cualquier caso, una noche vinieron e intentaron hacerme tomar una dosis de un menjunje en un vaso “para hacerme dormir”, según dijeron. Les dije que no tomaría nada y me dejaron por esa noche, o eso quise suponer. Mis esperanzas fueron vanas, pues a los pocos minutos regresaron con un médico, el mismo que nos recibió a nuestra llegada. El médico insistió en que me tomara el jarabe, pero yo estaba decidida a no perder la razón ni siquiera por unas horas. Cuando vio que no me dejaba convencer, se puso bastante brusco y dijo que ya había perdido demasiado tiempo conmigo. Que, si no lo aceptaba, me lo inyectaría en el brazo con una jeringa. Se me ocurrió que, si me lo inyectaba en el brazo, no podría deshacerme de él, pero que si me lo tragaba aún había una esperanza, así que dije que me lo tomaría. Lo olí y hedía a láudano, una dosis terrible. Apenas salieron de la habitación y me encerraron, me metí un dedo en la garganta, lo más profundo posible, y el cloruro salió a probar su eficacia en otra parte.

Debo decir que la enfermera de noche, Burns, del Pabellón 6, se comportaba de forma muy amable y paciente con las pobres afligidas. Las otras enfermeras intentaron varias veces hablarme de amantes y me preguntaron si no me gustaría tener uno. No me encontraron muy comunicativa en cuanto a ese tema, tan popular entre ellas.

Una vez a la semana bañan a las pacientes, y es la única vez que éstas ven un jabón. Un día, una de ellas me dio un trozo de jabón del tamaño de un dedal. Lo consideré un gran cumplido en su afán de ser amable, aunque pensé que ella apreciaría el jabón barato más que yo, así que se lo agradecí pero me negué a tomarlo. El día del baño se llena la bañera de agua y se lava a las pacientes, una tras otra, sin cambiar el agua. Se hace así hasta que el agua se pone muy espesa, entonces se deja correr y se vuelve a llenar la bañera sin lavarla. Se utilizan las mismas toallas para todas las mujeres, tanto las que tienen erupciones como las que no. Las pacientes sanas luchan por un cambio de agua, pero se ven obligadas a someterse a los dictados de las enfermeras perezosas y tiránicas. Los vestidos en rara ocasión se cambian más de una vez al mes. Si una paciente tiene visita, he visto a las enfermeras salir a toda prisa y cambiarla de vestido antes de que entre la visita. Esto mantiene la apariencia de una gestión buena y cuidadosa.

Las pacientes que no son capaces de valerse por sí mismas se meten en situaciones bestiales, y las enfermeras nunca cuidan de ellas, sino que ordenan a algunas de las pacientes que lo hagan. 

Durante cinco días nos vimos obligadas a pasar todo el día sentadas en la sala de estar. Nunca había pasado tanto tiempo así. Todas las pacientes estaban rígidas, adoloridas y cansadas. Nos reuníamos en pequeños grupos en los bancos y nos torturábamos el estómago pensando en lo primero que comeríamos al salir. De no haber sabido lo hambrientas que estaban y el lado lamentable de todo ello, la conversación habría sido muy divertida. Pero tal y como estábamos, sólo me entristeció. Cuando el tema de la comida, que parecía ser el favorito, se agotaba, las pacientes solían opinar sobre la institución y su gestión. La condena de las enfermeras y de los alimentos era unánime. 

Con el paso de los días, la condición de la señorita Tillie Mayard fue empeorando. Tenía frío todo el tiempo y no podía comerse la comida que le daban. Día tras día, cantaba para intentar preservar su memoria hasta que una enfermera le ordenó parar. Yo hablaba con ella a diario, y me apenaba verla deteriorarse a tal velocidad. Al fin, le vino un delirio. Pensaba que yo estaba tratando de hacerme pasar por ella y que todas las personas que pedían ver a Nellie Brown eran sus amigos que la buscaban, pero que yo, de alguna manera, trataba de engañarlos y hacerles creer que era ella. Intenté hacerla entrar en razón, pero me resultó imposible, así que mantuve mi distancia todo lo que pude, pues no quería que mi presencia la hiciera empeorar y alimentara su fantasía. 

Una de las pacientes, la señora Cotter, una mujer bonita y delicada, creyó haber visto a su esposo en la vereda cierto día, así que se salió de la fila en la que iba marchando y corrió para encontrarse con él. Por tal acto, la mandaron al Retiro. Más tarde dijo:

–Con sólo recordarlo me siento enloquecer. Por llorar, las enfermeras me golpearon con un palo de escoba y me agarraron a patadas, provocándome heridas internas, para que nunca lo olvidara. Luego me amarraron de manos y pies, me cubrieron la cabeza con una sábana y la apretaron en torno a mi cuello para que no pudiera gritar, y así me sumergieron en una bañera con agua fría. Me retuvieron bajo el agua hasta que renuncié a todas mis esperanzas y perdí el conocimiento. En otra ocasión, me cogieron de las orejas y me azotaron la cabeza contra el suelo y la pared. Luego me arrancaron el pelo desde la raíz, para que no me volviera a crecer.

La señora Cotter me mostró, en ese punto, las pruebas de su historia: la abolladura en la parte posterior de la cabeza y los puntos desnudos donde le habían arrancado los mechones de pelo. Expongo su historia la mayor claridad posible: 

–Mi tratamiento no fue tan malo como el que he visto recibir a otras allí, pero ha arruinado mi salud. Incluso si llego a salir de aquí, estaré destrozada. Cuando mi marido se enteró del trato que me habían dado, amenazó con denunciar al lugar si no me sacaban, así que me trajeron aquí. Ahora estoy bien mentalmente. Todo ese miedo de antes me ha abandonado, y el médico ha prometido que dejará que mi marido me lleve a casa. 

También conocí a Bridget McGuinness, quien parece estar cuerda en el presente. Dijo que la mandaron al Retiro 4 y la pusieron en la “banda de la cuerda”. 

–Las palizas que me dieron allí fueron espantosas. Me tiraban del pelo, me mantenían bajo el agua hasta que me asfixiaba, me estrangulaban y me daban patadas. Las enfermeras siempre tenían a una paciente callada junto a la ventana para que les avisara cuando se acercaba algún médico. Era inútil quejarse con ellos, pues siempre decían que eran imaginaciones de nuestros cerebros enfermos; además, nos tocaba otra paliza por contarlo. Sujetaban a las pacientes bajo el agua y las amenazaban con dejarlas morir allí hasta que juraban no contárselo a los médicos. Todas lo prometíamos, porque sabíamos que los doctores no iban a ayudarnos, y hubiéramos hecho cualquier cosa para escapar del castigo. Después de romper una ventana, me trasladaron a la Cabaña, el peor lugar de la isla. Está terriblemente sucio y el hedor es espantoso. En verano hay un enjambre de moscas. La comida es peor que en otros pabellones y sólo nos dan platos de hojalata. Los barrotes no están por fuera, como en este pabellón, sino por dentro. Hay muchas pacientes tranquilas que llevan años ahí, pero las enfermeras las retienen para que hagan todo el trabajo. Entre las palizas que me dieron ahí, las enfermeras saltaron una vez sobre mí y me rompieron dos costillas. Mientras estaba ahí trajeron a una chica muy joven. Había estado enferma y luchó para que no la metieran en aquel sucio lugar. Una noche, las enfermeras la agarraron y, después de golpearla, la metieron desnuda en un baño frío y luego a la cama. Para cuando llegó la mañana, la chica estaba muerta. Los médicos dijeron que había muerto de convulsiones, y eso fue todo lo que se hizo al respecto. Inyectan morfina y cloruro en tal cantidad que las pacientes se vuelven locas. He visto a ciertas pacientes enloquecer pidiendo agua por el efecto de las drogas, y las enfermeras se la negaban. He oído a mujeres suplicar durante toda una noche por una gota y no se la daban. Yo misma lloré por agua hasta que mi boca estaba tan reseca y pastosa que no podía hablar. También en el Pabellón 7 vi algo similar. Las pacientes suplicaban por un trago de agua antes de retirarse a dormir, pero las enfermeras –la señorita Hart y las demás– se negaban a abrir el baño para que pudieran saciar su sed.


Capítulo XV: Incidentes de la vida en el manicomio

En los pabellones hay muy poco para ayudarte a matar el tiempo. Toda la ropa del manicomio es fabricada por las pacientes, pero coser no pone a trabajar la mente. Tras varios meses de confinamiento, las nociones del mundo exterior se desdibujan, y lo único que las pobres prisioneras pueden hacer es quedarse sentadas y reflexionar sobre sus miserables destinos. Desde las salas superiores se obtenía una buena vista de Nueva York y de los barcos pasando. A menudo, al mirar entre los barrotes las luces de la ciudad que titilaban en la distancia, trataba de imaginar cómo me sentiría si no hubiera nadie dispuesto a conseguir mi liberación. 

He visto a pacientes mirar con nostalgia hacia esa ciudad a la que, con toda probabilidad, nunca regresarán. Significa libertad y vida; parece tan cercana y, sin embargo, el cielo no está más lejos que el infierno.

¿Suspiran las mujeres por volver a su casa? Salvo los casos más violentos, todas son conscientes de que están confinadas en un manicomio. El único deseo que nunca muere es el de la liberación, el del hogar.

Una pobra chica solía decirme cada mañana: 

–Soñé con mi madre anoche. Creo que tal vez va a venir hoy para llevarme a casa. Ese único pensamiento, ese anhelo, está siempre presente; sin embargo, ella lleva cerca de cuatro años confinada. 

La locura es, sin duda, misteriosa. He visto a pacientes cuyos labios están sellados en un silencio eterno. Viven, respiran, comen; la forma humana está ahí, aunque ese algo sin el cual no puede vivir el cuerpo, y que no puede existir sin éste, está ausente. Me he preguntado si detrás de esos labios había sueños desconocidos o si todo era un vacío.

Sin embargo, son igualmente tristes aquellos casos en los que las pacientes conversan sin parar con interlocutoras invisibles. Las he visto por completo inconscientes de su entorno y deleitadas con un ser imaginario. A pesar de ello, es extraño decirlo, obedecían siempre cualquier orden que se les diera, más o menos del mismo modo en que los perros obedecen a su dueño. Uno de los más lamentables delirios sufridos por aquellas pacientes era el de una chica irlandesa de ojos azules, que creía que estaba maldita de por vida por una única acción de su pasado. Su horrible llanto, de día y de noche: “¡Estoy maldita por toda la eternidad!”, me llenaba de horror el alma. Su agonía parecía un atisbo del infierno. 

Después de ser transferida al Pabellón 7, me encerraron todas las noches en una habitación con seis mujeres locas. Dos de ellas parecían no dormir nunca; pasaban la noche delirando. Una se levantaba de su cama y se arrastraba por toda la habitación, buscando a alguien a quien quería matar. No podía evitar imaginarme lo fácil que sería que decidiera atacar a cualquiera de las otras pacientes confinadas con ella. Aquella idea no hacía la noche más cómoda.

Una mujer de mediana edad, que solía sentarse siempre en una esquina del cuarto, tenía una afección muy extraña. Tomaba un fragmento de periódico y leía todo el tiempo las cosas más maravillosas que yo haya oído. A menudo me sentaba cerca de ella y la escuchaba. Historia y romance brotaban a partes iguales de sus labios. 

Una sola vez vi que le dieran una carta a una paciente. Generó un gran interés. Todas las pacientes parecían sedientas de una palabra proveniente del mundo exterior, así que se apiñaron en torno a aquella que había tenido la suerte y le hicieron cientos de preguntas. 

Los visitantes despertaban no poco interés y un gran júbilo. La señorita Mattie Morgan, del Pabellón 7, se dispuso a entretener a ciertos visitantes un día. Se colocó muy cerca de ellos hasta que uno susurró que aquella era una paciente. “¡Loca!”, susurraron audiblemente mientras se retiraban y la dejaban sola. Ella estaba tan divertida como indignada por el episodio. La señorita Mattie, ayudada por varias chicas a las que ha entrenado, hace que las tardes sean muy agradables en el Pabellón 7. Cantan y bailan. A menudo los médicos suben y bailan con las pacientes. 

Un día, cuando bajábamos a cenar, oímos un débil llanto en el sótano. Todo el mundo pareció darse cuenta, y no tardamos en saber que había un bebé allí abajo. Sí, un bebé. Imagínense: ¡un bebé pequeño e inocente nacido en semejante cámara de los horrores! No puedo imaginar nada más terrible. 

Una visitante que llegó un día traía en brazos a su bebé. Una madre, que había sido separada de sus cinco hijitos, pidió permiso para cargarlo un momento. Cuando la visitante quiso marcharse, la pena de la mujer fue incontrolable, y suplicó quedarse con el bebé, que imaginaba suyo. Jamás he visto a tantas pacientes emocionarse a la vez. 

La única diversión, si así puede llamársele, que se ofrece a las pacientes al aire libre es un paseo una vez a la semana, si el tiempo lo permite, en el “carrusel”. Es un cambio, y lo aceptan con cierto placer. 

Una fábrica de cepillos de fregar, otra de esterillas y la lavandería son los lugares donde trabajan las pacientes leves. No reciben recompensa por ello, pero lo desean con ansias. 


Capítulo XVI: El último adiós

El día en que trajeron a Pauline Moser oímos unos gritos horribles, y una chica irlandesa, semidesnuda, llegó por el pasillo tambaleándose como una borracha, gritando: “¡Hurra! ¡Tres vivas! ¡He matado al diaulo! Lucifer, Lucifer, Lucifer…”, una y otra vez. Luego se arrancó los cabellos mientras chillaba exultante: “He engañado a los diaulos. Siempre dicen que Dios hizo el infierno, pero no es así”. Pauline ayudó a la chica a hacer más horrendo aquel lugar cantando canciones de lo más espantosas. Cuando la chica irlandesa llevaba así una hora, más o menos, llamaron al doctor Dent, y, mientras éste se acercaba por el pasillo, la señorita Grupe le susurró a la chica demente: “Ahí viene caminando el diablo, combátelo”. Sorprendida de que le diera tales instrucciones a una loca, imaginé que la frenética criatura se abalanzaría sobre el doctor. Por fortuna no fue así, pero empezó a repetir su refrán de “Oh Lucifer”. Cuando el médico se marchó, la señorita Grupe trató de alterar a la mujer una vez más diciéndole que el cuadro de minstrels de la pared era el diablo, y la pobre criatura empezó a gritar: “Diaulo maldito, vas a ver”, hasta que dos enfermeras tuvieron que sentarse sobre ella para aplacarla. Al parecer, a las enfermeras les resultaba divertido y placentero alterar a las pacientes violentas para que se portaran de lo peor. 

Yo siempre me empeñaba en decir a los médicos que estaba cuerda y pedía que me dieran el alta, pero cuanto más me esforzaba por asegurarles mi cordura, más dudaban de ella.

–¿Para qué vienen ustedes aquí? –le pregunté a uno, cuyo nombre no recuerdo. 

–Para atender a las pacientes y poner a prueba su cordura –respondió.

–Muy bien –dije–. Hay dieciséis médicos en esta isla y, salvo dos, nunca los he visto prestar atención a las pacientes. ¿Cómo puede un médico juzgar la cordura de una mujer si se limita a darle los buenos días y se niega a escuchar sus súplicas de liberación? Incluso las enfermas saben que es inútil decir nada, pues la respuesta será que se trata de su imaginación. 

También insté a otros: 

–Háganme todas las pruebas y díganme: ¿estoy cuerda o loca? Prueben mi pulso, mi corazón, mis ojos; pídanme que estire el brazo, que mueva los dedos, como hizo el doctor Field en Bellevue, y luego díganme si estoy cuerda –no me hicieron caso, porque pensaron que deliraba.

En otra ocasión, le dije a uno: 

–No tienen derecho a tener gente cuerda aquí. Yo estoy cuerda, siempre lo he estado y por ello insisto en que me examinen a fondo o me dejen marchar. Varias de las mujeres que están hay aquí también están cuerdas, ¿por qué no las liberan?

–Están locas –fue la respuesta– y sufren delirios.

Después de una larga conversación con el doctor Ingram, me dijo: 

–Te trasladaré a un pabellón más tranquilo. 

Una hora más tarde, la señorita Grady me llamó al vestíbulo y, después de insultarme con los términos más viles y profanos que pueda recordar una mujer, me dijo que era una suerte para mi “pellejo” que me trasladaran, pues de lo contrario se vengaría por acordarme tan bien de contarle todo al doctor Ingram. “Maldita desgraciada, se te olvida todo sobre ti misma, pero nunca se te olvida contarle nada al doctor.” 

Después de llamar a la señorita Neville, a quien el doctor Ingram también tuvo la amabilidad de transferir, la señorita Grady nos llevó al pabellón superior, el número 7.

En el Pabellón 7 están la señora Kroener, la señorita Fitzpatrick, la señorita Finney y la señorita Hart. No vi ahí un trato tan inhumano como en el piso de abajo, pero oí que proferían comentarios desagradables y amenazas, que les torcían los dedos a las pacientes rejegas y las abofeteaban. La enfermera de la noche, creo que se llama Conway, tiene pésimo genio. En el Pabellón 7, si alguna de las pacientes era pudorosa, pronto dejaba de serlo. Se les indicaba a todas que se desnudaran en el pasillo, frente a su respectiva puerta, y que doblaran su ropa y la dejaran ahí toda la noche. Pedí que me dejaran desvestirme en mi cuarto, pero la señorita Conway me dijo que, si alguna vez me sorprendía en semejante trampa, me daría razones para no querer repetirla nunca. 

El primer médico al que vi ahí –el doctor Caldwell– me agarró del mentón y, como estaba cansada de negarme a decir de dónde venía, decidí que le hablaría sólo en español. 

El Pabellón 7 presenta un buen aspecto para el visitante. De sus paredes cuelgan cuadros baratos y hay también un piano, que preside la señorita Mattie Morgan, quien anteriormente trabajaba en una tienda de música en esta ciudad. Lleva tres años en el manicomio. La señorita Mattie ha estado enseñándole a cantar a varias pacientes, con cierto éxito. La artista del pabellón es Under, que se pronuncia “Wanda”, una chica polaca. Es una pianista talentosa cuando decide desplegar sus habilidades. Es capaz de leer la música más compleja al primer vistazo, y su toque y expresión son perfectos.

Los domingos se les permite a las pacientes más tranquilas, seleccionadas por las asistentes a lo largo de la semana, que acudan a la iglesia. En la isla hay una pequeña capilla católica y también se ofrecen servicios de otras denominaciones.

Una vez fue un “comisionado” e hizo el recorrido con el doctor Dent. En el sótano se encontraron con que la mitad de las enfermeras se había ido a cenar, dejando a la otra mitad a cargo de nosotras, como era la costumbre. De inmediato, se les ordenó a las enfermeras que volvieran a sus labores hasta que las pacientes hubiésemos terminado de comer. Algunas de las pacientes quisieron decir algo sobre la falta de sal, pero se les impidió hablar. 

El manicomio de Blackwell’s Island es como una trampa de ratones, sólo que para humanos. Es fácil entrar, pero una vez ahí es imposible salir. Yo me había propuesto hacer que me recluyeran en los pabellones de las internas violentas, la Cabaña y el Retiro, pero cuando oí el testimonio de dos mujeres cuerdas que pudieron contarme lo que ahí pasaba, decidí no arriesgar mi salud –ni mi cabello–; por lo tanto, no me puse violenta. 

Hacia el final, me habían prohibido todas las visitas, así que cuando el abogado, Peter A. Hendricks, vino y me dijo que unos amigos míos estaban dispuestos a hacerse cargo de mí si prefería estar con ellos en vez de en el manicomio, no tuve más remedio que dar mi consentimiento. Le pedí que me enviara algo de comer en cuanto llegara a la ciudad, y luego esperé con ansias mi liberación. 

Ésta llegó más rápido de lo que suponía. Estaba caminando “en la fila”, dando un paseo, y acababa de interesarme por una pobre mujer que se había desmayado mientras las enfermeras intentaban hacerla caminar. 

–Adiós, me voy a casa –le dije a Pauline Moser cuando pasó escoltada por dos mujeres.

Con tristeza, me despedí de todas las mujeres que había conocido al pasar junto a ellas por el largo camino hacia la libertad y la vida, mientras ellas permanecían atadas a un destino peor que la muerte misma. 

–Adiós –murmuré en español a la mujer mexicana. Le mandé un beso con la mano, y así dejé a mis compañeras del Pabellón 7.

Había deseado con gran intensidad salir de aquel lugar espantoso; sin embargo, cuando llegó mi liberación y supe que la divina luz solar sería accesible de nuevo para mí, sentí cierto dolor al despedirme. Durante diez días había sido una de ellas. Aunque fuera una tontería, me parecía de un egoísmo terrible abandonarlas a sus sufrimientos. Sentí un deseo quijotesco de ayudarlas con mi simpatía y mi presencia. Pero sólo por un momento. Los barrotes habían caído y la libertad era para mí más dulce que nunca.

Pronto me vi cruzando el río y acercándome a Nueva York. Una vez más era una chica libre, después de diez días en el manicomio de Blackwell’s Island.


Capítulo XVII: La investigación del gran jurado

Poco después de haberme despedido del manicomio de Blackwell’s Island, me citaron para comparecer ante el Gran Jurado. Respondí con gusto al requerimiento, porque anhelaba ayudar a aquellas desafortunadas hijas de Dios a quienes había dejado prisioneras al partir. Si no podía llevarles la mayor bendición de todas las bendiciones, la libertad, esperaba al menos influir en otros para hacerles la vida más llevadera. Descubrí que los miembros del jurado eran caballeros y que no tenía por qué temblar ante sus veintitrés augustas presencias.

Juré por la verdad de mi historia y luego lo conté todo: desde mis inicios en el Hogar Temporal hasta mi liberación. El fiscal adjunto Vernon M. Davis condujo el interrogatorio. Más tarde, los jurados pidieron que los acompañara en una visita a la isla, y acepté con gusto. 

Nadie debía saber de los planes del viaje a la isla; sin embargo, no llevábamos mucho tiempo ahí cuando uno de los comisionados de la beneficencia y el doctor MacDonald, de la Isla de Ward, se sumaron a nosotros. Uno de los jurados me dijo que, conversando con un hombre sobre el manicomio, oyó que les habían notificado de nuestra visita una hora antes de que llegáramos a la isla. Esto debe de haber sucedido mientras el Gran Jurado examinaba el pabellón para dementes de Bellevue.

El viaje a la isla no pudo ser más distinto de mi primera visita. Esta vez llegamos en una barca nueva y limpia, porque aquella en la que había llegado, según me dijeron, necesitaba reparaciones urgentes.

El jurado interrogó a algunas de las enfermeras y éstas se contradijeron entre sí, así como en relación con mi historia. Confesaron que la inminente visita del jurado había sido un tema de discusión entre ellas y con el médico. El doctor Dent admitió que no tenía manera de saber a ciencia cierta si la bañera tenía agua fría ni cuántas mujeres la usaban sin cambiar el agua. También reconoció que sabía que la comida no era lo que debería ser, pero dijo que se debía a la falta de financiamiento.

Si las enfermeras eran crueles con las pacientes, ¿tenía él manera de comprobarlo? No, no la tenía. Dijo que no todos los médicos eran competentes, lo cual también se debía a la falta de fondos para contratar buenos galenos. Conversando conmigo, dijo:

–Me alegra que hayas hecho esto ahora; de haber conocido tu propósito, te habría ayudado. No tenemos manera de saber cómo están las cosas, salvo haciendo lo que has hecho. Desde que se publicó tu historia, me enteré de que una enfermera en el Retiro tenía vigilantes apostadas para avisar de nuestra llegada, justo como declaraste. La hemos despedido.

Trajeron a la señorita Anne Neville y entré a la sala para verla, a sabiendas de que la visión de tantos caballeros desconocidos le generaría gran agitación, aun estando cuerda. Sucedió como temía. Las asistentes le dijeron que un grupo de hombres la interrogaría, y ella temblaba de miedo. A pesar de que la había dejado hacía tan sólo dos semanas, parecía haber sufrido varias enfermedades graves desde entonces; tan distinto era su aspecto. Le pregunté si había tomado algún medicamento, y respondió afirmativamente. Luego le dije que sólo quería que le dijera al jurado todo lo que habíamos hecho desde que me llevaron con ella al manicomio, para que se convencieran de que yo estaba cuerda. Sólo me conocía como Nellie Brown e ignoraba mi historia por completo.

Ella no prestó juramento, pero su historia debe de haber convencido a todos aquellos dispuestos a escuchar la verdad de mis declaraciones.

–Cuando nos trajeron aquí a la señorita Brown y a mí, las enfermeras eran crueles y la comida era demasiado mala como para comerla. No teníamos ropa suficiente, y la señorita Brown pedía todo el tiempo que nos dieran más. Me pareció una persona muy amable, pues cuando un médico le prometió que nos darían más ropa, ella dijo que me dejaría la suya. Es extraño, pero desde que se fue la señorita Brown todo ha sido distinto. Las enfermeras son muy amables y nos traen abrigo de sobra. Los médicos vienen a vernos con frecuencia y la comida ha mejorado de manera notable.

¿Hacían falta más pruebas?

A continuación, los jurados visitaron la cocina. Estaba muy limpia, ¡y dos barriles de sal descansaban sospechosamente junto a la puerta! El pan que se exhibía era de un blanco perfecto, por completo distinto del que nos daban de comer.

Encontramos las salas en el más perfecto orden. Las camas habían mejorado, y en el Pabellón 7 habían reemplazado las cubetas donde nos hacían lavarnos por relucientes aguamaniles.

La institución estaba haciendo toda una exhibición y no había rastro de ninguna falla. 

Pero las mujeres de las que había hablado, ¿dónde estaban? Ninguna de ellas estaba donde las había dejado. Si mis declaraciones respecto a dichas pacientes no eran veraces, ¿por qué las habían movido, a fin de que nadie pudiera encontrarlas? la señorita Naville se quejó ante el jurado de que la habían cambiado de sitio varias veces. Cuando visitamos el pabellón más tarde, la regresaron a su viejo puesto. 

Mary Hughes, de quien había dicho que parecía cuerda, no estaba por ningún lado. Ciertos parientes suyos se la habían llevado. A dónde, no se sabía. Respecto a la muchacha hermosa de la que hablé, a quien habían mandado aquí por ser pobre, nos dijeron que la habían transferido a otra isla. Negaron saber algo de la mujer mexicana, y dijeron que nunca habían tenido ahí a tal paciente. A la señora Cotter le habían dado el alta, y a Bridget McGinness y Rebecca Farron las habían transferido a otras dependencias. Tampoco pudimos encontrar a la chica alemana, Margaret, y a Louise la habían mandado del Pabellón 6 a otra parte. De la francesa, Josephine, una mujer grandiosa y saludable, dijeron que estaba muriendo de parálisis y no se podía visitarla. Si me había equivocado en mi juicio sobre la cordura de estas pacientes, ¿por qué hacían todo eso? Vi a Tillie Mayard, y había empeorado tanto que me estremecí al contemplarla.

Difícilmente esperaba que el Gran Jurado me apoyara, después de haber visto todo tan cambiado desde mi estancia allá dentro. No obstante, lo hicieron, y su informe al tribunal aconseja todos los cambios que yo había propuesto.

Mi trabajo me ha dejado un consuelo: como resultado de la fuerza de mi historia, el comité de asignaciones proporciona $1,000,000 más de lo que se había dado hasta ahora para el beneficio de las dementes. 

FIN


Epílogo: Nota a la traducción

Por Daniel Saldaña París

La traducción de este libro de Nellie Bly se realizó gracias a la Beca de Traducción Literaria y Tecnología de Cita Press. La idea, según la convocatoria, era utilizar las herramientas de la mal llamada Inteligencia Artificial (es decir, los modelos computacionales conocidos como Large Language Model, Neural Language Model y Machine Translator), junto con herramientas tradicionales (diccionarios, foros, conversaciones y mis propias habilidades) para traducir Diez días en un manicomio, libro seminal del periodismo inmersivo en los Estados Unidos. El resultado sería no sólo la traducción al español del reportaje, sino también una serie de reflexiones sobre el uso de las nuevas tecnologías en la traducción literaria. En este epílogo comparto algunas de dichas reflexiones, por lo que no hablaré más que tangencialmente del libro de Bly, que ya ha sido presentado por Mikita Brottman con mayor autoridad y justicia de las que yo podría hacerle.

Desde hace un par de años, existe un pánico generalizado entre el gremio de las traductoras literarias, al cual pertenezco. Con la llegada de programas como ChatGPT 4, Claude 3, DeepL y otros, la evidencia de un uso poco ético de la tecnología y una mala comprensión de sus alcances puso en jaque la viabilidad económica de nuestro oficio, de por sí mermada por un sistema productivo depredador, que precariza y que no valora ni entiende la importancia de nuestro trabajo. En paralelo al pánico, sin embargo, muchas de nosotras comenzamos a utilizar algunas de esas mismas herramientas, en principio para saber a qué nos enfrentábamos, pero también porque su uso ofrece, hay que decirlo, ciertos beneficios.

Es importante entender que los Large Language Models (LLM) como ChatGPT funcionan gracias al trabajo no reconocido ni remunerado de cientos de miles de autores y traductores que escribieron textos con los que se “alimentó el algoritmo”, fórmula casi mítica que resalta el carácter monstruoso de la máquina. Es decir, lo que el programa ofrece es lenguaje producido por humanos creativos, regurgitado con una precisión asombrosa según las instrucciones que uno le dé. Muchos autores han señalado ya los problemas morales de dicho mecanismo, y no creo que valga la pena alzar el dedo acusador una vez más: lo justo sería que se retribuya a las creadoras y editoras de los cientos de miles de títulos que sirvieron para “entrenar” al modelo.

Pero ¿qué decir del resultado? ¿Qué tan revolucionaria resulta, para nuestro oficio, esta nueva tecnología? Desde la experiencia puntual y limitada de mi traducción de Diez días en un manicomio, puedo decir que no mucho.

En primer lugar, hay que tener en cuenta el sesgo de género de los LLM, resultado de que la enorme mayoría de los libros utilizados para su entrenamiento fueron escritos por hombres. En el caso de un texto como este, donde la mayor parte de los personajes, además de la narradora-protagonista, son mujeres, el uso de LLM se revela particularmente problemático. Si bien es posible dar instrucciones precisas (prompts) para contrarrestar hasta cierto punto el sesgo de género, la sensibilidad de los modelos disponibles para detectar y transmitir los matices de estructuras de poder como las que Bly presenta y critica es todavía limitada.

A esta dificultad hay que añadir el hecho de que nos separan 137 años de la publicación original de la obra. Una traducción contemporánea del texto se enfrenta a un reto muy particular: tiene que acercar la obra a las lectoras actuales y, a la vez, respetar las marcas textuales que anclan el libro en un contexto temporal específico. Es decir que el reto es que el libro nos resulte, a la vez, moderno y antiguo; que nos hable de nuestro presente tanto como de la coyuntura que le dio origen. Al elegir la traducción más acertada de una cierta oración, yo, como traductor, tengo presente al público al que va dirigido el texto, así como su función social: no tomo las mismas decisiones cuando traduzco para una editorial española, para una editorial independiente latinoamericana o para un proyecto de libros de libre acceso que será consultado por personas hispanohablantes de diversa procedencia. Si bien la variedad específica del castellano que yo hablo y escribo determinará muchas de esas decisiones, también procuro tener presentes a las lectoras potenciales del texto. En el otro extremo, al traducir soy consciente de la irreductibilidad histórica del original: estoy trabajando con un texto escrito en 1887, y es necesario conservar algunas de las categorías políticas de ese contexto, a pesar de que resulten chocantes a la sensibilidad política de nuestros días. En este sentido, opté por el uso del término “manicomio”, que en español se empieza a utilizar a finales del siglo XIX (aunque se populariza en el XX) y, en otras ocasiones, “asilo para alienadas” y “pabellón para dementes”, que eran moneda corriente en los textos periodísticos de la época, tanto en España como en América Latina, evitando términos más comunes hoy, como “hospital psiquiátrico”, que corresponden a un desarrollo posterior del positivismo científico.

En tercer lugar, la traducción funciona también como una mediación cultural, una negociación entre dos tradiciones distintas. Mientras traducía el libro de Bly, no pude dejar de pensar en la novela Nadie me verá llorar (1999), de Cristina Rivera Garza, situada en 1920 en el célebre manicomio femenino de La Castañeda, en la Ciudad de México. La propia Rivera Garza publicó más tarde La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio (1910-1930), un libro en el que transparenta la investigación de archivo que le sirvió como base para escribir su novela. Las historias de las mujeres que aparecen en ambos libros se me aparecieron como un eco de aquellas que Nellie Bly relata. A esta intertextualidad de la traducción habría que añadir el hecho de que la propia Nellie Bly es autora de un libro de crónicas sobre México, el país desde el que escribo esto, y mi lectura de su obra temprana está necesariamente marcada por ese interés posterior. 

Al traducir Diez días en un manicomio, estas lecturas cruzadas informan necesariamente mi elección de palabras. Y también mi propia sensibilidad, mi propia experiencia creativa determinan la manera en que traduzco ciertos pasajes o las resonancias que conjuro en el proceso.

Durante tres años, mientras escribía una novela sobre danza, investigué la vida y obra de la coreógrafa alemana Mary Wigman, que pasó una temporada en un hospital psiquiátrico al terminar la Primera Guerra Mundial y, a raíz de esa experiencia, desarrolló una práctica que dio nacimiento al expresionismo coreográfico en Europa. Su pareja sentimental, el psiquiatra Hans Prinzhorn, fue uno de los pioneros en el estudio del arte producido por enfermos mentales y su colección de “outsider art” fue una de las más importantes del siglo XX. Al leer y traducir los gestos de compasión que Nellie Bly tiene hacia las otras internas de Blackwell’s Island, no pude evitar pensar en esas otras experiencias de internamiento que, por vía de la lectura y el estudio, conforman mi corpus de referencias. Traducir es, también, poner la obra en conversación con otros libros, pero no con todos, ni con todos los libros que se usaron para “alimentar” un algoritmo, sino sólo con aquellos que a mí, como creador, me parecen relevantes. Todavía no he visto un LLM que discrimine entre referencias con base en una sensibilidad política. 

Dicho esto, es evidente que el uso de los LLM, como una de las múltiples herramientas utilizadas en un proceso de traducción, tiene sus ventajas. Si la traducción debe hacerse con prisa (y en general es así, por razones económicas), los modelos computacionales ofrecen una variedad de posibilidades que son útiles cuando la traductora se traba con una determinada frase. En cierto sentido, la máquina reemplaza a la comunidad de traductores a los que una podría recurrir, idealmente, para preguntar: “¿Cómo traducirías tú esto?” Aunque los plazos de espera para recibir una respuesta se reducen de horas a segundos, el reemplazo de la comunidad por la máquina tiene, desde luego, un lado oscuro: es en la conversación gremial donde se forjan las alianzas y se perfilan las afinidades que generan una “edad dorada” de la traducción. Yo nunca he traducido mejor que en una azotea de la Ciudad de México, en medio de la pandemia, cuando un grupo de seis traductoras literarias de diferentes orígenes me invitaron a una sesión de trabajo: cada una traducía algo distinto, pero entre todas nos ayudábamos con las dudas y los bloqueos. Los LLM ofrecen una alternativa a ese modelo colectivo, pero no hace falta insistir en lo que perdemos al ganar velocidad. No quiero entrar tampoco en los costes energéticos y el impacto ambiental de la traducción con LLM, eso sería material para un ensayo en sí mismo, pero es imposible sacudirse la conciencia de que con cada consulta de ChatGPT se gastan dos vasos de agua, sobre todo cuando uno traduce desde una ciudad, como la mía, particularmente amenazada por los efectos del cambio climático.

Aun así, hubo momentos de entendimiento y coordinación afortunados entre los algoritmos y yo. Después de lidiar con alguna frase difícil durante algunos minutos, a veces horas, era frecuente que una sugerencia de los LLM, tomada críticamente, me iluminara una solución más elegante que las que yo había fraguado a solas. Sí: la IA facilita las cosas. Por otro lado, me parece importante permanecer en la dificultad el mayor tiempo posible cuando se trata de procesos creativos.

Cierro estas líneas con una valoración personal: lo que aprendí traduciendo a Nellie Bly se queda conmigo; forma parte del corpus de referencias de las que puedo echar mano al traducir otros libros, al escribir los míos propios y al relacionarme con otros seres humanos. La traducción es lectura lenta y atenta, y nada transforma más la sensibilidad de una persona que el ejercicio de habitar el lenguaje de otra. Entregar ese ejercicio a una máquina implica desaprovechar un espacio de transformación que, trascendiendo lo individual, tiene un impacto sobre la sociedad en su conjunto: si renunciamos al gesto de ponernos en las palabras de otras, renunciamos a mucho más que a una dinámica de producción de textos.

—Ciudad de México, septiembre de 2024


Bibliografía y lecturas recomendadas

Explora una versión facsimilar de la primera edición de este texto (que incluye unos “esbozos” de Bly no incluidos aquí) en The Internet Archive:

Bly, Nellie. Ten days in a mad-house; or, Nellie Bly's experience on Blackwell's island. Feigning insanity in order to reveal asylum horrors. Nueva York: Norman L. Munro, 1887. https://archive.org/details/3304680.med.yale.edu/mode/2up

Los siguientes recursos contribuyeron a nuestra investigación y marco de referencia para este volumen, y resultarán de interés para las personas que quieran saber más sobre la historia y el contexto de la obra de Bly y de esta edición. Puedes encontrar más material en nuestro canal de Are.na dedicado a este libro.

Bly, Nellie. Around the World in Seventy-Two Days and Other Writings, Editado por Jean Marie Lutes. Nueva York: Penguin Books, 2014.

Brottman, Mikita. “Crisis Care”, en Full Bleed, Número 02, Verano de 2018. https://www.full-bleed.org/crisis-care

Cahalan, Susannah. “The Reporter Who Went Undercover at an Asylum”, en Literary Hub, 7 de noviembre, 2019: https://lithub.com/the-reporter-who-went-undercover-at-an-asylum/

Cahalan, Susannah. The Great Pretender: The Undercover Mission That Changed Our Understand of Madness. Nueva York: Grand Central Publishing, 2019.

Chaloupka, Evan. Cognitive Disability and Narrative, PhD diss. Case Western Reserve University, 2018: http://rave.ohiolink.edu/etdc/view?acc_num=case1522063781558934

D’Agostino, Rachel y Sophia Dahab, Curadoras. Hearing Voices: Memoirs from the Margins of Mental Health. The Library Company of Philadelphia, 2022: https://librarycompany.org/hearingvoices-online/index.html

Lutes, Jean Marie. “Into the Madhouse with Girl Stunt Reporters”, en Front-Page Girls: Women Journalists in American Culture and Fiction, 1880-1930, 12-39. Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2006.

Kroeger, Brooke. Nellie Bly: Daredevil, Reporter, Feminist. Nueva York: Times Books Random House, 1994.

Mason, Jessica Lowell y Nicole Crevar, eds., Madwomen in Social Justice Movements, Literatures, and Art. Wilmington, Delaware: Vernon Press, 2023.

Wang, Esmé Weijun. The Collected Schizophrenias: Essays. Minneapolis, Minnesota: Graywolf Press, 2019.

Zhou, Dajia. “People Watching”: https://dajiazhou.com/poster-7gBbX/project-two-llrgk-rrmtk